domingo, agosto 24, 2008

Cromos

Cromos habla también de fotografías, de dibujos o figuras destinadas a una colección infantil. En nuestro país, en Colombia, también es una revista de farándula, una de las revistas del corazón. A veces, los buenos reportajes se encuentran más en estas revistas que en los reconocidos medios masivos. Los dejo con el siguiente reportaje que pueden también encontrar en este enlace: http://www.cromos.com.co/cromos/Secciones/Articulo.aspx?idn=4447


El río de la muerte


Un equipo de Cromos navegó durante cinco días por el cauce del río Cauca y comprobó que su fama de cementerio flotante sigue intacta, como si todavía se vivieran los tiempos de la guerra entre los carteles del norte del Valle.

Por Fernando Cárdenas/ Fotos Christian EscobarMora

En compañía de pescadores, la madre de un joven de 24 años acaba de encontrar flotando en el río el cuerpo de su hijo, cerca de Bolívar, norte del Valle.


El desangre en el río todavía sigue latente. Lo malo es que los vecinos de los pueblos ribereños ya ni siquiera se toman el trabajo de atrapar los cadáveres porque temen meterse en problemas.


La policía de estos pueblos del norte del Valle sostiene que es cosa de todos los días el trabajo de recoger restos humanos del río Cauca.

En la carta de navegación de un puñado de ambientalistas estaba previsto que el viaje duraría cinco días a bordo de un barco por el río Cauca para denunciar la contaminación de las aguas y promocionar un referendo en los pueblos ribereños. Pero la travesía cambió de rumbo. Al arribar a Bolívar, municipio del norte del Valle, apareció el cuerpo de un joven de 24 años, flotando en las oscuras aguas que hace treinta o cuarenta años dejaron de albergar peces.

Cuando llegamos a la orilla, la policía se encontraba acordonando la zona y la madre se subió a una lancha para reconocer el cuerpo de su hijo que descansaba unos metros río abajo. Ella sabía que si alguien se pierde en estos lados, lo más seguro es encontrarlo en algún punto del cauce. “Es un caso de limpieza social de los narcos, de ‘los Rastrojos’, la gente empezó a reclamar porque fumaba marihuana”, confiesa un poblador.

A pesar del dolor y de la tragedia de esta familia, aquí dicen que la señora tuvo suerte al encontrar a su hijo en el río. No fue de las que se mordió el luto, como les ha ocurrido a las víctimas de la matanza de Trujillo, entre 1988 y 1990, cuando narcoparamilitares tiraron al río 342 personas que militaban en cooperativas y participaban en marchas campesinas. Pocos cuerpos se rescataron.

Este recorrido ecológico resultó ser una marcha fluvial de la muerte. Los tripulantes de la embarcación llamada Caucayaco con unas 20 personas a bordo, invitadas por Ecofondo, comprobamos que todavía ocurre el desangre en sus aguas, como en los tiempos en que sirvió de inspiración a Julio Luzardo para hacer el largometraje El río de las tumbas, hace ya cuatro décadas.

Los muertos

El primer hallazgo ocurrió cerca a Buga. Íbamos observando marraneras y vertederos que contaminan el borde de la corriente y que convierten el cauce en una morgue con olores pestilentes cuando, sin darnos cuenta, entre la basura emergió el primero de los cuatro cuerpos abandonados que veríamos en la superficie. Fue Christian, el fotógrafo, quien descubrió al revisar sus láminas que en este punto empezaba la historia macabra.

Son crudas, por si acaso: frente a nuestra nave flotaba el triste espectáculo de un hombre sitiado de gallinazos. Una de las ambientalistas sacó su celular y llamó a la policía de Cali a reportar el suceso. Otra le gritó a un lugareño del hallazgo, pero este no movió una ceja. Los demás sacaban cámaras para capturar el registro. Hernán, el lanchero, con 30 años en las artes fluviales, nos dijo como para suavizar el panorama, que antes era peor: “Veíamos pasar en un día hasta 12 cuerpos amarrados como plátanos”.

Cincuenta metros más allá, también con una asamblea de gallinazos, apareció boca abajo un segundo cadáver: una mujer joven con marcas de tortura en varias partes del cuerpo. “Ambos eran indígenas del Cauca”, dice el conductor y agrega que los cuerpos habían pasado tres días atrás por la altura de Juanchito, como si formaran parte del paisaje, pero que nadie los recogió, porque hacerlo es un lío legal. Ni los municipios cercanos acogen el llamado humanitario, por los costos del levantamiento y de la ceremonia, así que dejan todo en manos de la corriente. La ceguera sirve para esquivar aprietos, engorrosas declaraciones judiciales y el río hace su parte para borrar las evidencias.

El silencio apareció en la barcaza como un leñazo. El escritor y abogado de oficio del río, don Óscar Salazar, se levantó con ahogo y sostuvo que este afluente es “el carro basurero de los municipios, y el carro funerario de una comunidad salvaje que arroja ciudadanos al río”. Este hombre viejo intentaba explicar un fenómeno de desapariciones que se repite desde hace décadas

La historia más conocida es la de Trujillo con sus más de 300 víctimas. Yamile Vargas, de 22 años, llora a su padre que nunca apareció. Ella no se sienta en la orilla a mirar el horizonte. Más bien lo busca en un álbum tipo Panini donde se registran los muertos de la masacre y pone sobre su estampa una foto carné a color, para que se vea mejor. Y cuando tiene tiempo, va a visitar las esculturas que hay en el parque-monumento que están levantando en uno de los cerros del municipio, como un símbolo de reparación.

Doña Consuelo, la encargada de este lugar, sostiene que las víctimas no quieren ir al río. Ya perdieron la esperanza de encontrar a sus familiares, así que el monumento, con unos dibujos que simbolizan a sus muertos –a su marido y a sus dos hijos–, les sirve para calmar el dolor. “Es la única forma de superarlo”, agrega.

A esta altura del río Cauca, en el norte del Valle, son los areneros los que conocen mejor la ruta de los desaparecidos. Antes, cuando las aguas lo permitían, ellos eran pescadores. Ahora uno de estos hombres cuenta que el peregrinaje termina en Beltrán, en el departamento de Risaralda. Allí el afluente se vuelve más tranquilo, con remansos y un gran remolino que detiene cualquier avance. Y hasta ese punto, todavía llegan familias desesperadas buscando a sus muertos. Vienen de río arriba, de pueblo en pueblo, preguntando a los vecinos de la orilla si han visto algo, aunque no siempre tienen suerte. “Yo los llevo en mi bote, nos damos una vuelta a ver si vemos algo y hablamos con la gente por si algo”, comenta el arenero.

Por culpa de la geografía, en Beltrán se han recogido más de 500 NN en las dos últimas décadas, que reposan en Marsella, a menos de una hora en carro. En los noventa, el peregrinaje de las familias obedecía a los muertos de la contienda entre los carteles, entre los ejércitos de ‘Don Diego’ y Wilmer Varela, ‘Jabón’. Luego vinieron por las matanzas de las autodefensas de Carlos Castaño Gil, tras el cambio de siglo, después vendrían por culpa del Bloque Calima, al mando de Ebert Veloza, alias ‘HH’, quien reveló bajo la ley de Justicia y Paz que sus hombres tiraban los cuerpos (más de 500) a este torrente para ahorrar tiempo y dinero, y borrar las huellas del terror.

Ahora los que marchan son las víctimas de los “rastrojos”, esos sicarios y traquetos herederos de los grandes capos, de los Urdinola o de los Henao, que se disputan el Cañón de las Garrapatas, una ruta confiable para sacar cocaína de alta pureza por las costas del sur de Chocó.

Turismo fúnebre

Sin importar las razones, en Marsella, un tranquilo pueblo cafetero, las autoridades han realizado una labor humanitaria poco frecuente, con unos costos enormes: una mala fama sin merecimiento, todo por recoger los cuerpos y enterrarlos en el cementerio público. Debe ser por eso que a los pobladores no les gusta la idea de que lleguen forasteros interesados en el turismo fúnebre que ofrece el cementerio. O que arriben semanalmente esos familiares para ver si esos cuerpos corresponden a uno de los suyos. En especial luego de que las autoridades borraron con pintura blanca las marcas de NN de las tumbas, para neutralizar el fisgoneo.

La verdad, como comenta el sepulturero Luis Gómez, es que son demasiados los cuerpos que han llegado provenientes de las aguas tranquilas de Beltrán. “Ya no los puedo contar”, dice. De todos, el que más recuerda es un deportista que venía torturado, que vestía pantaloneta. “Era muy jovencito y venía con rodilleras”, aclara Gómez, quien en sus tiempos libres es árbitro de fútbol.

Curtido y quemado por el sol, su mayor preocupación consiste en que el cementerio ya no tiene más terreno para recibir restos humanos. “Yo he pedido que se agrande el sitio”, explica. Sin embargo, sus palabras no serán escuchadas en la alcaldía. Según Medicina Legal, el número de muertos registrados en Marsella ha disminuido considerablemente en los últimos años, al pasar de 150 anuales encontrados en el río hace 10 años, a 5 en 2007, y 3 este año.

Y ese descenso de muertes violentas es una excelente noticia que descarta cualquier ampliación del camposanto. Pero contradice las voces de los pescadores del río, quienes explican que lo único que ha cambiado es que ahora ya no recogen los cuerpos por amenazas de unos narcos que se aparecen en “camionetas oscuras”. Más en confianza y en voz baja, revelan que las verdaderas razones están en que las autoridades locales les advirtieron que si sacaban un muerto de las aguas iban a tener que declarar en un juicio.

De modo que con esta política de indiferencia, el peregrinaje de los cinco o seis cuerpos semanales que arriban al remolino de Beltrán ya no tiene un muro de contención. A veces, estos hombres dan un empujón a los restos para que sigan su viaje y se desintegren más allá. Así, con ese poco de ayuda, no ponen en peligro el espacio que aún le queda al cementerio de Marsella y tampoco desinflan los aplausos por las estadísticas positivas de violencia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Terrible crónica sobre muerte y estadísticas en Colombia. Gracias por compartirla.