Trenes Rigurosamente Vigilados
Es un tanto distinta a la obra original (pese a tener al autor mismo de la novela, Bohumil Hrabal, escribiendo las escenas), pero esto es en parte por los problemas de producción del film en esa época como por la censura (moral y en menor medida política) imperante en la Checoslovaquia de entonces. Hay escenas que debieron resultar imposibles de filmar adecuadamente, como esa maravillosa escena en que el abuelo del joven protagonista Milos, que era un mentalista, se enfrenta él solo con el poder de su mente a las tropas alemanas (que está en el párrafo de la obra que aquí dejo al final); o ese sutil cambio del final de la novela con la ausencia de uno de sus personajes finales, en que relata la humanidad de una guerra, con descripciones como la belleza de un par de oficiales de la SS tan jovenes como el protagonista y con rostro de poetas o llenas de la humanidad de ese diálogo final de la novela que no está en la película; o la dificultad de mostrar la comparación entre la llegada de un tren cargado de judíos con el transporte de animales al matadero, en ese relato de una vaca que parió a su ternero muerto y aún lo llevaba prendido y pudriéndose dentro de sí; o el hecho de que las escenas nocturnas casi que desaparezcan del film.
Hay escenas que pertenecen en forma clara a la literatura y no tienen por qué estar en la película, y en esto acierta su director y el autor al sacrificarlas o no darles un contexto distinto de la acción, como la que acompaña la revisión de un mapa lleno de agujeros por tantos dobleces, agujeros tan grandes como Suiza o agujeros en el mapa en los que ahora se enfrentaban jóvenes dispuestos a morir.
Hay otras escenas que se enfrentaron a la censura oficial por considerarla explícitamente sexuales y son una fantasía plena, equiparable a ese erotismo inocente del protagonista, a la espera del primer beso y la curiosidad de la primera vez. Una escena en particular es famosa en la República Checa, y es la escena en que uno de los personajes, el asistente Hubichka, juega con la telegrafista (interpretada por una mujer muy muy hermosa de nombre Jitka Zelenohorská) en una noche tranquila, y el resultado de ese juego es que la mujer pierde algunas prendas y el asistente la extiende sobre la mesa, y le levanta la falda para ponerle los sellos oficiales de forma delicada:"Pero el asistente Hubichka miraba el cielo azul, y ahora yo también vi en el cielo, recostada de horizonte a horizonte, a Zdenichka, nuestra telegrafista; y vi cómo el asistente le subía tiernamente la falda, y tomaba uno tras otro los timbres de la estación, y con movimientos largos y suaves oprimía cada timbre contra las nalgas de la muchacha..".
Escena que así relata otra página (Radio Praha) su importancia en el cine Checo:
"Cuando vio la escena el director de entonces de la Cinematografía Checoslovaca, Alois Polednák, ordenó categóricamente: "¡Cortar!"El realizador de la película, Jirí Menzel, no estaba dispuesto a sacrificar una escena tan pintoresca y decidió lanzar el contrataque. Antes de ser sometida la película a censura, realizó un preestreno para los vecinos del pueblo de Lodenice, al oeste de Praga, donde se rodó el filme."No les escandaliza? ¿Debemos cortarlo?", preguntó Menzel después de la proyección."¡De ninguna manera! ¡Todo menos eso! ¿Por qué?", exclamaban los espectadores. El cineasta tenía el mejor argumento en la contienda con los censores:¡A los trabajadores les gustaba la película!La escena en que el disoluto subjefe de estación Hrdlicka estampa el timbre sobre las nalgas de la telegrafista Zdenicka le causó un problemilla a Josef Somr, el actor que interpretaba el papel del donjuanesco empleado de ferocarriles. Su padre no le perdonó el haber protagonizado una escena denigrante para el estamento de los ferrocarrileros... En la aldea natal de Josef Somr, Vracov, la mitad de los vecinos eran ferrocarrileros. La mamá del actor no salía de casa por vergüenza".
La película es una joya, una delicia, una delicada bomba de relojería que cae como una flor desde una altura fría a enseñarnos el valor cotidiano y el papel del amor en medio de un conflicto. La novela y la película enseñan eso que tal vez acá hemos perdido: la humanidad.Fragmento:
"Este año, el año cuarenta y cinco, los alemanes ya no dominan el espacio aéreo de nuestra ciudad. Y menos aún el de toda la región, el del país. Los ataques de la aviación habían desbaratado las comunicaciones de tal manera que los trenes de la mañana pasaban al mediodía, los del mediodía por la tarde y los de la tarde por la noche, así que a veces sucedía que el tren de la tarde llegaba sin un minuto de diferencia, con lo que marcaba el horario, pero eso se debía a que era el tren de pasajeros de la mañana que llevaba cuatro horas de retraso.
Anteayer un caza enemigo ametralló encima de nuestra ciudad a un caza alemán hasta quitarle un ala. Y el fuselaje se incendió y cayó en algún lugar del campo, pero el ala aquella, al soltarse del fuselaje, arrancó varios puñados de tornillos y tuercas, que cayeron sobre la plaza y les abollaron las cabezas a unas cuantas mujeres. Pero aquella ala planeaba sobre nuestra ciudad, los que podían se quedaban mirándola, hasta que el ala, con un movimiento chirriante, se elevó por encima de la misma plaza, donde se juntaron los clientes de los dos restaurantes, y la sombra del ala aquella cruzaba la plaza corriendo hacia un lado y enseguida corría hacia el lado donde había estado un momento antes, porque el ala no dejaba de moverse como un péndulo enorme, que hacía huir a los ciudadanos en dirección contraria al sitio posible de su caída y mientras tanto emitía un ruido cada vez más fuerte y un sonido silbante. Y entonces dio un giro rápido y cayó en el jardín del decano. Y a los cinco minutos los ciudadanos ya se llevaban el metal y las chapas de aquella ala, para que enseguida, al día siguiente, aparecieran como techos de jaulas de conejos o gallineros; un ciudadano cortó esa misma tarde tiras de aquella chapa y por la noche se hizo en la moto unos hermosos protectores para las piernas. Así desapareció no sólo el ala sino también toda la chapa y las piezas del fuselaje del avión del Reich, que cayó en las afueras de la ciudad, sobre los campos nevados. Yo fui en bicicleta a mirarlo, media hora después de que lo derribaran. Y ya me encontré por el camino con los ciudadanos que arrastraban en sus carritos el botín que habían obtenido. Era difícil adivinar para qué les iba a servir. Pero yo seguía en la bicicleta, quería ver aquel aeroplano destrozado, yo no soportaba a la gente que siempre anda buscando algo, ¡qué va, qué voy a andar recogiendo o arrancando piezas, trastos! Y por el camino de nieve pisoteada, que conducía ya a aquella negras ruinas, venía mi padre; llevaba una especie de instrumento musical plateado y sonreía y agitaba aquellas tripas plateadas, una especie de tubitos. Sí, eran tubitos del avión, los tubitos por los que pasaba la gasolina, y hasta la tarde, en casa, no averigüé por qué estaba tan contento papá con aquel botín. Los cortó en trozos del mismo tamaño, les sacó brillo y después puso junto a aquellos sesenta tubitos relucientes su lápiz metálico, al que se sacaba la mina. Mi padre sabía hacer de todo, porque desde los cuarenta y ocho años estaba jubilado. Era maquinista y había conducido locomotoras desde los veinte, así que sus años de servicio valían el doble, pero los ciudadanos se volvían locos de envidia al pensar que mi padre podía vivir aún veinte o treinta años. Y además papá se levantaba aún más temprano que los que iban a trabajar. Por toda la región recogía cualquier cosa, tornillos, herraduras, se llevaba de los depósitos públicos cualquier trasto innecesario y lo almacenaba todo en casa, en el cobertizo y en el desván; una chatarrería parecía nuestra casa. Y cuando alguien decidía prescindir de unos muebles viejos, todo se lo llevaba nuestro padre, así que aunque en casa no éramos más que tres, teníamos cincuenta sillas, siete mesas, nueve canapés y montones de armarios y lavabos y jarras. Y hasta eso era poco para mi padre, salía en bicicleta a recorrer la región y aún más lejos, hurgaba en los depósitos con una barra de hierro y por la noche regresaba con el botín, porque todo podía servir algún día para algo, y servía, porque cuando alguien necesitaba algo que ya no se fabricaba, alguna pieza para el coche o la trituradora o la trilladora y no lo encontraba, venía a nuestra casa, y mi padre se ponía a pensar, la memoria lo conducía a algún sitio del desván o del cobertizo o a los montones que había en el patio, y entonces metía la mano en alguna parte y al cabo de un rato sacaba algún trasto que de verdad servía. Por eso mi papá solía ser el jefe de las campañas de recogida de chatarra, y cuando transportaba aquellos trastos de hierro a la estación, siempre pasaba frente a nuestro portal y dejaba caer parte del producto de aquella campaña de recogida. Y a pesar de so los vecinos eran incapaces de perdonarle. Debía de ser porque nuestro bisabuelo Lukás recibía un doblón al día de renta, y después, cuando llegó la República, en coronas. Mi bisabuelo nació en mil ochocientos treinta y en mil ochocientos cuarenta y ocho era tambor del ejército y como tal luchó en el puente de Carlos, donde los estudiantes les tiraban adoquines a los soldados y le acertaron a mi bisabuelo y lo dejaron inválido para toda la vida. Desde entonces cobraba la renta, un doblón diario, con el que se compraba cada día una botella de ron y un paquete de tabaco; y en lugar de quedarse sentado en casa, fumando y bebiendo, iba cojeando por las calles, por los caminos, pero a donde más le gustaba ir era a los sitios en los que la gente se dejaba la piel trabajando, y ahí se burlaba de aquellos obreros y bebía aquel ron y fumaba aquel tabaco, y por eso todos los años le daban al bisabuelo en algún lugar una paliza tal que el abuelo lo llevaba a casa en carretilla. Pero en cuando el bisabuelo se reponía, volvía a ponerse a preguntar quién lo pasaba mejor, hasta que volvían a darle otra paliza terrible. La caída de Austria le quitó al bisabuelo aquella renta, la que había recibido durante setenta años. Con la pensión que le dieron al llegar la República se acabaron el ron y los paquetes de tabaco. Y a pesar de eso todos los años seguían pegando al bisabuelo Lukás hasta dejarlo inconsciente, porque se seguía jactando de aquellos setenta años durante los cuales había tenido todos los días la botella de ron y el tabaco. Y en mil novecientos treinta y cinco el bisabuelo se fue a jactar delante de unos picapedreros a los que acababan de cerrarles la cantera y le dieron tal paliza que se murió. El doctor dijo que podía haber seguido viviendo tranquilamente otros veinte años. Por eso no había ninguna otra familia que cayese tan mal en la ciudad como la nuestra. Mi abuelo, para que la astilla no fuera tan distinta del palo, del bisabuelo Lukás, era hipnotizador y trabajaba en circos pequeños y toda la ciudad veía en su hipnotismo el deseo de hacer el vago toda la vida. Pero cuando los alemanes cruzaron en marzo nuestra frontera para ocupar todo el país y avanzaron en dirección a Praga, el único que fue hacia ellos fue nuestro abuelo, únicamente nuestro abuelo fue a hacerles frente a los alemanes como hipnotizador, a detener los tanques que avanzaban con la fuerza del pensamiento. Así que el abuelo iba por la carretera con los ojos fijos en el primer tanque, que dirigía la vanguardia de aquellos ejércitos motorizados. Y encima de aquel tanque estaba metido hasta la cintura en la cabina un soldado del Reich, en la cabeza llevaba un birrete negro con la calavera y las tibias cruzadas, y mi abuelo seguía de frente hacia ese tanque y llevaba los brazos estirados y con los ojos les infundía a los alemanes la idea, dad la vuelta y regresad... y de verdad, el primer tanque se detuvo, todo el ejercito se quedó quieto, el abuelo tocó aquel tanque con los dedos y siguió emitiendo la misma idea... dad la vuelta y regresad, dad la vuelta y regresad, dad la vuelta... y después un teniente hizo una señal con un banderín y el tanque se puso en marcha, pero el abuelo no se movió y el tanque lo atropelló, le arrancó la cabeza y ya no hubo nada que le cerrara el camino al ejército del Reich. Y después papá se fue a buscar la cabeza del abuelo. El primer tanque se detuvo antes de llegar a Praga, estaba esperando que llegase una grúa, la cabeza del abuelo había quedado aplastada entre las cadenas y las cadenas estaban tan retorcidas que papá pidió que le dejasen sacar la cabeza del abuelo y enterrarla después con el cuerpo, como corresponde a un cristiano. A partir de entonces, la gente de toda la región solía discutir. Unos gritaban que nuestro abuelo era un loco, los otros, que no del todo, que si todos se hubieran enfrentado con los alemanes como nuestro abuelo, con las armas en la mano, quién sabe cómo hubieran terminado los alemanes.
En aquella época vivíamos fuera de la ciudad, fue más tarde cuando nos trasladamos a la ciudad, y a mí, que estaba acostumbrado a la soledad, cuando llegamos a la ciudad se me estrechó el mundo. Desde entonces sólo cuando salía a las afueras, sólo así respiraba. Y cuando volvía, a medida que las calles y las callejuelas se estrechaban al cruzar el puente, me estrechaba yo también, siempre tenía y tengo y tendré la impresión de que detrás de cada ventana hay por lo menos un par de ojos que me miran. Cuando alguien me hablaba, me sonrojaba, porque tenía la impresión de que a todas las personas les molestaba algo de mí. Hace tres meses me corté las venas de las muñecas, y fue como si no tuviera motivo para hacerlo. Pero yo si tenía motivo y lo conocía y sólo me daba miedo que cualquiera que me mirase fuese a adivinar el motivo. Por eso detrás de cada ventana aquellos ojos. Pero ¿qué puede pensar una persona cuando tiene veintidós años? Yo podía pensar que la gente de nuestra ciudad me miraba porque me había cortado las venas para librarme del trabajo que ellos tenían que hacer en mi lugar, igual que lo habían hecho en lugar de mi bisabuelo Lukás y de mi abuelo Vilém, que era hipnotizador, y de mi papá, que había conducido una locomotora durante un cuarto de siglo sólo para no tener después nada que hacer.
Este año los alemanes ya no dominan el espacio aéreo de nuestra ciudad. Cuando llegué por el sendero hasta el fuselaje del avión, la nieve brillaba en los llanos y en cada cristalillo de nieve era como si hiciese tic-tac una manecilla pequeñísima de segundero, porque la nieve se quebraba bajo el calor del sol y se ponía de todos los colores, y oí que no sólo en cada cristalillo hacían tic-tac las manecillas, sino también en otra parte. El tic-tac de mi reloj se percibía con claridad, pero yo oía otro tic-tac más, y ese tic-tac salía del avión, de aquel montón. Y, en efecto, hacía tic-tac allí el reloj de la cabina, hasta marcaba la hora correcta y yo la comparé con las manecillas de mi reloj. Y después vi que un poco más abajo había un guante iluminado por el sol, y sentí perfectamente que el guante no estaba solo, que dentro de él estaba la mano de un hombre, y que la mano no estaba sola sino en un brazo y el brazo en un cuerpo humano que estaba en algún lugar debajo de aquellos restos. Y con todo el peso del cuerpo me apoyé en el pedal de la bicicleta; por todas partes sonaban las manecillas de los segunderos, empujadas por la luz del sol, y por las vías a lo lejos resoplaba un tren de carga, resoplaba con alegría; era un tren carbonero, volvía de la cuenca de Most, seguro que de ciento cuarenta ejes, y a la mitad del tren se había quedado trabada la zapata de un freno, estaba al rojo y el metal goteaba sobre el riel, pero la locomotora del Reich arrastraba con alegría aquel vagón trabado.
Mañana ya estaré junto a las dos vías de mi estación, en la que todos los trenes que vayan de oeste a este estarán señalados, de acuerdo con el horario, con números impares, y en cambio los trenes que se dirijan de este a oeste, con números pares. Volveré después de tres meses a dirigir el tráfico, volveré a estar en la estación, por la que pasan las dos vías principales, y la vía de paso de oeste a este tiene el número uno y la segunda vía de paso de este a oeste tiene el número dos y después a partir de la vía número uno todas las vías a mano derecha tienen números impares, tres, cinco, siete y eso, y todas las vías a mano derecha de la vía de paso número dos tienen números pares, cuatro, seis, ocho, diez y eso. Claro que eso es para nosotros, para los empleados de los ferrocarriles del Estado, todos estos números, porque desde el punto de vista de un pasajero que está en el andén de la estación, por ejemplo en mi estación, entonces la primera vía es la quinta, la segunda vía es la tercera, la tercera vía es la primera, la cuarta vía es la segunda... Y mañana por la mañana temprano me pondré el uniforme, los pantalones negros y la camisa azul, el abrigo del uniforme con botones de bronce que mamá me limpia con sidol, y después me abrocharé el precioso cuello que lleva tanto en el abrigo como en la capa el mismo distintivo, por el cual cualquier ferroviario reconoce cuál es mi categoría en el servicio. El botón del cuello le indica a cualquiera que tengo la reválida. Y luego la preciosa estrella bordada con hilo dorado pone en conocimiento de todos que soy aspirante a factor. Y además brilla en el cuello el distintivo más hermoso, una rueda alada parecida a un hipopótamo dorado. Y por la mañana saldré cuando aún sea de noche, mamá me estará mirando, estará inmóvil tras la cortina, igual que detrás de todas las ventanas junto a las que pase, detrás de todas habrá gente igual que mi madre, me observarán con un dedo en la cortina y yo seguiré andando hacia el río y allí en el sendero respiraré, como siempre, porque a mi no me gusta ir al trabajo en tren; así junto al río respiro con más libertad, aquí no hay ventanas, ninguna trampa, ninguna aguja clavada desde atrás en la nuca".
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