lunes, septiembre 22, 2008

Del terror al silencio

Bueno, he estado muy pendiente de la estructura del reportaje en los últimos días y aún más atento he estado de aquellos reportajes que rompen las reglas como el que aquí sigue sobre la masacre de Bojayá, publicado en El Tiempo por cierto reportero español cuyo nombre no quiero recordar en este momento, y en el que el tradicional párrafo de gancho y nuez de la historia, el primero y el segundo respectivamente, se convierten en una sucesión de imágenes dignas de convertirse en la sinopsis literaria de alguna novela:

http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-3066133

Del Terror Al Silencio

Minelia sabía que no estaba bien eso de que cabezas y troncos yacieran separados. Hay ciertas cosas que no deben suceder.

Hasta en la muerte debería haber reglas. Tampoco consideraba Minelia que vivos y muertos debieran convivir revueltos entre vísceras y lluvia.

Por eso, Minelia gastó su tiempo entre las balas cruzadas de paramilitares y guerrilla en dos tareas urgentes. La primera, regalar sorbos de agua con sal a los que quedaron con aliento dentro del templo de Bellavista, cabecera del municipio de Bojayá (Chocó).

La segunda requería más pericia: poner junto a cada cuerpo yermo de las decenas de niños, que dejaron de serlo ese 2 de mayo de 2002, la cabeza de la que fueron separados cuando las Farc lanzaron dos pipetas que cayeron en la iglesia que protegía a 500 civiles.

Minelia es la loquita del pueblo, pero esa noche demostró tener más cordura y humanidad que cualquiera. Más, seguro, que el ‘Alemán’ –Freddy Rincón–, el jefe paramilitar del Boque Élmer Cárdenas que tomó este pueblo unos días antes de la tragedia y que dijo haber presenciado la batalla desde el aire, “con binoculares”. El ‘Alemán’, en versión libre, dentro de la denominada Ley de Justicia y Paz, sólo reconoció ser responsable de una muerte: la de Minelia.

Binoculares desenfocados, porque Minelia, seis años después de la mayor matanza en la historia de Colombia, que dejó casi 90 muertos, 100 heridos e hipotecó el futuro de las otras 1.500 almas de Bellavista, sigue viva y habla, y habla… dicen unos que sin sentido. “Es la que dice más verdades en este pueblo”, refuta ‘Coca’, Bernardina Vásquez, una de las mujeres ancla en este pueblo a la deriva.

Hasta septiembre de 2007, Bellavista era Bellavista. Un caserío más a orillas del Atrato expuesto a los actores de esta guerra que dice no ser guerra, a las crecidas de este caudal que asusta, al abandono estatal, a la lluvia que a veces cesa… Desde septiembre de 2007, Bellavista ya no es Bellavista. En ese mes, los últimos moradores fueron trasplantados a lo que el Gobierno llama Nuevo Bellavista y que la voz popular bautizó ‘Severá’ –por los años de incumplimientos hasta que se levantó este decorado a un costo de 34.000 millones de pesos–.

El viejo Bellavista es hoy esqueleto sin piel. Lo camino con Carmencita, una de las cuatro misioneras agustinas que se han quedado como únicas habitantes de este santuario de olvido. Propios y extraños se han robado la madera de las casas, el piso del centro de salud, los techos de zinc… Lo que restó ha sido pasto de las llamas en las que los soldados han enterrado la memoria de este lugar. Solo queda en pie la iglesia donde ocurrió la matanza y la sólida casa donde viven las agustinas. Carmencita reúne en sus 150 centímetros de altura la dignidad de los que resisten. “Nunca estuvimos de acuerdo con como se hizo lo del nuevo pueblo, fue un chantaje”. Y así fue.

Presencié en 2003 una reunión de la comunidad con Everardo Murillo, el enviado del Gobierno. Las opciones eran dos: o el nuevo pueblo diseñado por burócratas o nada. Demasiados años de nada como para despreciar 265 casas nuevas.

‘Severá’ es nuevo, pero inhóspito. Llego al Nuevo Bellavista en el bote verde desgastado de Macedonio, que compró con parte de los 13 millones de pesos en los que el Estado valoró la vida perdida de su hijo de 6 años. “Hay que guardar el motor porque ahora hay ladrones en el pueblo”.

Corre el barro en la cuesta sin acabar por la que se accede al Nuevo Bellavista. Es mediodía y casi nadie está en estas calles sin árboles. Las casas –diseñadas por la comunidad, según el Gobierno– fueron pensadas para otro lugar, quizá para la sabana bogotana. No hay un solo vecino que recuerde haber diseñado estas cajas de fósforos, con poca ventilación y cuyas paredes de bloque acumulan el calor del día para ser horno en la tarde.

El balance final de la Presidencia publicita bondades tras la visita de Álvaro Uribe el pasado 23 de octubre para inaugurar ‘Severá’. Se hizo acompañar del secretario de Comercio de Estados Unidos, Carlos Gutiérrez, y de varios congresistas de ese país. El show fue perfecto. La realidad, no.

Calles sin terminar, parques inexistentes, malecón virtual… “Echo de menos mucho el otro pueblo, teníamos el río y se conseguía la comidita”, me dice una vecina. En el seudorrestaurante Punto y Coma ya no acompañan el seco con patacones, sino con banano: los botes que venden pescado y plátano ya no arriman al Nuevo Bellavista por lo lejano de las casas.

No hay mucho que hacer acá. No hay centro del pueblo, antes concentrado en el triángulo iglesia-escuela-cancha de fútbol del viejo Bellavista y por las tiendas-bares que hacían de malecón frente al río. No hay grupos de vecinos reunidos. Sólo se siente a los policías.

“Con la Policía entró la vagabundería. Ahora se vende marihuana y basuko y los pelaos la pasan en malas cosas”. La queja de otra mujer –que guarda nombre para salvar vida– se mezcla con el silencio generalizado de casi todos. “Aquí, una no sabe quién es quién”. Un silencio que según todas las fuentes también ha sido comprado en forma de empleos de Acción Social para algunos líderes del pueblo.

El silencio, norma no escrita en el Chocó, es, según un defensor de Derechos Humanos en Quibdó, el principal problema del momento: “La gente no denuncia.

Hay mucho miedo por los infiltrados. Los derechos humanos se siguen violando, pero ahora, además, no existe el derecho a la libre expresión”.

Las comunidades están más solas. El dinero y las presiones han dividido a muchas de sus organizaciones, Naciones Unidas se excusa en las reuniones privadas argumentando que las muertes de ahora son asunto entre narcos y para el resto de Colombia el Chocó sigue siendo ajeno, una fábrica de prejuicios multiplicados por medios y opinadores.

Rosa Emilia Córdoba, a sus gastados 48 años, describe el estado de las víctimas, sin eufemismos: “Somos las sobras del mundo”. Esta mujer empuja la tristeza por la muerte en aquella iglesia de su hijo Ilson, de 19 años, y de su madre Rufina, de 76. Está desplazada en Quibdó. Rosa no había vuelto a Bellavista desde que el 4 de mayo de 2002 huyó en pijama, con una hija de 15 años herida de bala y dejando atrás sus dos muertos. Viajó hasta allá el pasado 28 de mayo para escuchar las grabaciones con las palabras de el ‘Alemán’ que la Fiscalía presentó a la comunidad para someterla a una suerte de terapia colectiva de 6 horas y dudosos beneficios. “No me atreví a ir al pueblo viejo, demasiados recuerdos”. Como tampoco va a vivir en la casa que le correspondió: “Yo no quiero regresar a mi pueblo por la tristeza y por la rabia que tengo. Rabia con la guerrilla, rabia con los paramilitares y… y con el Gobierno, que eso no debía de haber pasado”.

Rabia y resignación son los dos estados que más aparecen cuando se pregunta a estas gentes cómo están seis años después. En Quibdo permanecen cientos de desplazados de los miles que salieron de Bojayá en el 2002. Los estudios señalan que apenas regresó el 60 por ciento. No hay empleo en Quibdó y las condiciones de vida son muy precarias. “De mi familia cayeron 12 en esa iglesia. No pienso volver, tengo todavía el nervio en el cuerpo”. Miriam Martínez, de 58 años, habla con los brazos cruzados y la tristeza atragantada.

Nada ha mejorado para estas gentes y la hermana Yaneth Moreno –aún repleta de energía– lo constata después de una década de trabajo en la zona: “Es frustrante ver cómo no solo las cosas vuelven a estar muy mal, sino que los medios en Colombia ya no están interesados en lo que ocurre. Estamos solos y en el silencio”. Cuando me dirijo al aeropuerto de Quibdó, de salida, siento que salgo de una de las realidades más perversa de Colombia, la solapada tras los aspavientos de los Uribes, los Chávez o de los bravucones armados de uno u otro bando. Y al caminar hacia el avión, volteo la vista y una pancarta me recuerda que en esta guerra, como en todas, la verdad es más escasa que la bondad: “Bienvenidos al Chocó, tierra de biodiversidad y seguridad. Policía Nacional de Colombia”.

No quiero regresar a mi pueblo por la rabia que tengo. Rabia con la guerrilla, rabia con los paramilitares y con el Gobierno... eso no debía de haber pasado”.

Es frustrante ver cómo no solo las cosas vuelven a estar muy mal, los medios en Colombia ya no están interesados en lo que ocurre. Estamos solos y en el silencio”.

La gente no denuncia. Hay mucho miedo por los infiltrados. Los derechos humanos se siguen violando, pero ahora, además, no existe el derecho a la libre expresión”

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