Recuerdo en Tánger
Recuerdo ser un norteamericano. Había combatido en la primera guerra mundial y decidí no regresar. Viví en los callejones de París, luego respiré los aires de Marsella. Una mañana, antes que los vientos de la segunda guerra llegaran a puerto, pensé en lo que había dejado atrás y descubrí que esas cosas y seres de mi pasado ya me habían olvidado y dejado ir desde antes de partir. Ese mismo día se elevó el sol más que de costumbre y las brisas marinas golpeaban fuerte toda Marsella, caminaba por una plaza desierta y sentía las resistencias que ejercía el viento en mi cuerpo, unas veces me impedían avanzar, otras veces me empujaban en un camino que no conocía y al que ayudaba manteniendo mis ojos firmemente cerrados. De esta extraña manera llegué al puerto en donde pensé en embarcar hacia la isla de If, siguiendo los pasos del conde de Montecristo, pero terminé en el puerto de Tánger. Sus callejones, la playa estrecha y ese aire de desolación, se confundieron con mis sentimientos. Supe que ahí pertenecía, que ningún otro lugar sería mi tumba. Tuve un bar en un zoco cercano a la entrada de turistas en donde ocasionalmente se peleaban franceses con españoles o portugueses con árabes.
Recuerdo que pocos años después llegó otro compatriota. Vestía lo que quedaba de un traje gris de lino, la chaqueta en su mano, la camisa muy blanca. Se sentó en un rincón oscuro y pidió un agua mineral. Me preguntó si era americano. Me quedé quieto, de pie, sin responder. Puse el agua en su mesa y le pregunté si él era americano. “Sí”, me respondió. Dijo que venía de Nueva York y se llamaba Paul. "Paul Bowles", añadió. “Turista”, exclamé, como una afirmación cansada. “Viajero”, me contestó. No tocamos el tema de la guerra (ni de la primera ni de la segunda). El hombre esperaba a su mujer que se había entretenido en el mercado. Me dijo que le agradaba hacer amigos en puertos distantes. Le respondí que la amistad no existía, que lo único que teníamos era a nosotros mismos, a nosotros solos, y él dijo que lo único que tienen y deben tener los seres humanos y lo que realmente les corresponde es su propia soledad. El hombre me observó pero yo supe que se miraba a si mismo. Añadí que la soledad más bella era la que se podía ver en medio de la grandeza de la desolación. Un aire cálido ingresó por la puerta del comercio y yo miré al cielo implorando piedad por la necesitada raza humana.
Recuerdo que pocos años después llegó otro compatriota. Vestía lo que quedaba de un traje gris de lino, la chaqueta en su mano, la camisa muy blanca. Se sentó en un rincón oscuro y pidió un agua mineral. Me preguntó si era americano. Me quedé quieto, de pie, sin responder. Puse el agua en su mesa y le pregunté si él era americano. “Sí”, me respondió. Dijo que venía de Nueva York y se llamaba Paul. "Paul Bowles", añadió. “Turista”, exclamé, como una afirmación cansada. “Viajero”, me contestó. No tocamos el tema de la guerra (ni de la primera ni de la segunda). El hombre esperaba a su mujer que se había entretenido en el mercado. Me dijo que le agradaba hacer amigos en puertos distantes. Le respondí que la amistad no existía, que lo único que teníamos era a nosotros mismos, a nosotros solos, y él dijo que lo único que tienen y deben tener los seres humanos y lo que realmente les corresponde es su propia soledad. El hombre me observó pero yo supe que se miraba a si mismo. Añadí que la soledad más bella era la que se podía ver en medio de la grandeza de la desolación. Un aire cálido ingresó por la puerta del comercio y yo miré al cielo implorando piedad por la necesitada raza humana.