martes, mayo 29, 2007

La tentación del fracaso

Releyendo a Julio Ramón Ribeyro y su diario "La tentación del fracaso", donde se muestran los precios que pagó por ser fiel a la escritura:

Tercer diario parisino (1956-1957)


11 de noviembre (9 de la noche)
Si mañana no ocurre algún milagro, me veré obligado a vender libros, es decir, el centenar de volúmenes que desde hace unos años me acompañan, a través de mil peripecias, por los que siento un amor que no me atrevo siquiera a describir.
(12 de la noche)
Despierto insomne luego de tres horas de sueño turbulento. Sigo pensando en la manera de evitar la venta de mis libros. Ahora veo que aquello sería un crimen imperdonable, una forma de suicidio espiritual. Voy a malbaratar años de lecturas, de reflexiones, de hallazgos, de notas marginales que sólo para mí tienen sentido. Mis libros son mi pan, mi sombra, mi memoria, todo esto y más aún... ¿Dónde me voy a buscar y reconocer? Siento un dolor desgarrador y estoy a punto de echarme a llorar. ¡Cuántas veces me he privado de una comida por comprar un libro! Si ahora vendo mis libros no es para comer sino para pagar a los malditos, a los inhumanos hoteleros de París, porque sino les pago serían capaces de hacerme un daño horrible, de matarme tal vez; en una palabra, de impedirme que alguna vez vuelva a comprar libros.


12 de noviembre
¡Se salvaron mis libros! ¿Hasta cuándo?


1 de diciembre
Noche sin sueño a causa del hambre, de la preocupación. Sobre el cenicero cuatro colillas, imagen de la indigencia. Carta a Escobar lamentándome de muchas cosas. Sentimiento agudo de frustración. Ilusión de ser rico, de alquilar un hotel frente al Sena, de comprar muchos libros, de escribir, de amar. Añoranza de los crepúsculos limeños.


14 de diciembre
(11 de la noche)
Le Grand Meaulnes de Alain Fournier, Dominique de Fromentin y el Benjamin Constant de Du Bos, se convirtieron en un vaso de leche y un paquete de cigarrillos Gauloise.


29 de diciembre
Suspendido el diario por falta de lapicero. (...).


En: Ribeyro. La tentación del fracaso. España: Seix Barral. 2003.

lunes, mayo 28, 2007

El corazón de las tinieblas es negro.

Esto no pretende ser una reseña literaria, ni una crónica. Es cómo viví mi lectura de Cormac McCarthy, uno de los autores que no gusta de entrevistas y ganador este año del premio Pulitzer. Para iniciar, recuerdo la impresión que me causó la lectura de "El corazón de las tinieblas" de Conrad. Ese viaje hacia lo desconocido que lleva al viejo Kurtz, al malvado Kurtz. Ese viaje empieza con el color blanco, el espacio vacío y blanco del mapa de una África esclavizada, y que se va llenando con colores, olores, locura y muerte.
Luego vi un viaje similar, por los desiertos de Sonora. Siguiendo los rastros de "Los detectives salvajes" encontré el relato de un autor sin rostro, su nombre es Cormac McCarthy. Nació en 1933 y vive, al parecer, en El Paso, Texas. Es uno de esos autores norteamericanos que como Salinger o Pynchon no gustan de ofrecer su rostro a los medios. Se dice que ha vivido debajo de una torre de explotación petrolífera, que ha sido camionero, que se traslada de motel en motel escribiendo sus obras por los desiertos de la frontera entre México y Estados Unidos. Leí, primero el libro Meridiano de Sangre . El recorrido de El Chaval, uno de los dos personajes centrales, parece ser un viaje que lo lleva a un peaje, la ruta para llegar al puesto fronterizo del infierno. No necesitamos llegar al final del libro para conocer el corazón de las tinieblas, pues el autor parte de ahí, como si el Marlow de Conrad hubiera seguido su viaje más allá de Kurtz, para dar con su jefe, el juez Holden.
Aunque el libro toca temas de paramilitarismo en la frontera mexicana y norteamericana a mediados del siglo XIX, empieza en uno de sus primeros capítulos, cuando el chaval inicia su recorrido, con un viejo esclavista, un negrero, arruinado y ermitaño en un desierto que no da frutos y sin más comida que una liebre podrida. El Chaval le pregunta cuánto tiempo lleva ahí, y el antiguo negrero no responde con fechas, sino que, como dice McCarthy en el libro: "Se puso a buscar entre las pieles y le pasó un pequeño objeto oscuro sobre las llamas. El chaval lo examinó. Era un corazón humano, seco y renegrido. Se lo devolvió al viejo y este lo acunó en la palma de la mano como si lo sopesara". El corazón le había costado doscientos dólares, lo que había costado el negro esclavo que había sido propietario del mismo.
Después de eso viene lo que se puede describir como el horror, el mal, la sangre y el polvo que se mezclan para hacer la masa con la que se construyen los ladrillos de la civilización. El Chaval termina enrolado en un grupo paramilitar, encargado de asesinar indios apaches y comandado por Glanton, pero bajo el dominio total de su 'líder espiritual', un gigante albino sin cabello ni cejas, naturista, casi científico, asesino y violador de hombres, mujeres y niños, el juez Holden.
No me había terminado de quitar la sangre de las manos cuano leí "Unos caballos muy lindos" y empecé la llamada trilogía de la frontera. Dos amigos deciden huir del mundo que ya no es para ellos. A mitad del siglo XX recorren los mismo territorios de frontera "buscando transformaciones sin fin en los trayectos de otros hombres como acontece a todo viajero". Se convierten en domadores de caballos en México. Desplazados de la televisón y los autos, las guerras y la soledad. Parecerían ser el germen de los futuros Arturo Belano y Ulises Lima de Roberto Bolaño, pero sólo en la ficción temporal, pues ambas novelas son contemporáneas entre sí.
McCarthy siguió escribiendo desde el anonimato, sin conceder entrevistas ni charlas. Acaba de ganar el premio Pulitzer con su novela "On the road", ambientada en la misma frontera, pero ahora llena de corridos, mafiosos, dólares, soledad. Los personajes de McCarthy se parecen un poco a ese personaje de Sin City del que se dice que nació en un siglo equivocado, que se habría sentido muy a gusto en un mundo de batallas antiguas con una espada y un hacha en la mano.
Los dejo con un extracto de los incios del viaje de El Chaval en Meridiano de sangre:
"Hay en este local un viejo menonita trastornado que se vuelve para mirarlos. Es un hombre flaco con chaleco de piel, en la cabeza un sombrero negro de ala recta, bigote ralo. Los reclutas piden whisky y apuran sus vasos y piden más. En las mesas adosadas a la pared se juega al monte y en otra mesa hay putas que miran a los reclutas. Los reclutas están medio de espaldas a la barra con los pulgares metidos en el cinturón y observan. Hablan entre ellos en voz alta acerca de la expedición y el viejo menonita sacude mohíno de la cabeza y bebe un poco y murmura.
Os pararán al llegar al río, dice.
El segundo cabo mira hacia dónde está el hombre.
¿Me lo dice a mí?
En el río. Ya veréis. Os meterán a todos en la cárcel.
¿Quién?
El ejército de los Estados Unidos. El general Worth.
Y una mierda.
Rezad para que así sea.
Mira sus camaradas. Se inclina hacia el menonita.
¿Qué significa eso, viejo?
Si cruzáis ese río con vuestro ejército de filibusteros no volveréis nunca.
No pensamos volver. Vamos hacia Sonora.
A ti que más te da, viejo.
El menonita contempla las sombras que hay entre ellos y que se reflejan hacia él en el espejo de detrás de la barra. Se vuelve a los reclutas. Tiene los ojos húmedos, habla despacio. La ira de Dios está dormida. Estuvo oculta un millón de años antes de que el hombre existiera y sólo el hombre tiene el poder despertarla. En el infierno hay sitio de sobra. Oídme bien. Vais a hacer la guerra de un loco a un país extranjero. Despertaréis algo más que los perros.
Pero ellos censuraron al viejo y le maldijeron hasta que se apartó de la barra murmurando, ¿y cómo iba ser si no?
Estas cosas terminan así. Entre confusión e insultos y sangre. Siguieron bebiendo y el viento soplaba en las calles y las estrellas que habían estado en lo alto descendieron hacia el oeste y aquellos jóvenes se indispusieron con otros jóvenes y hubo intercambio de palabras imposibles de enmendar y al amanecer el chaval y el segundo cabo se arrodillaron junto a el chico de Misouri que se llamaba Earl y pronunciaron su nombre pero el otro ya no podía responder. Estaba tumbado en el polvo del patio. Los hombres se habían ido, las putas también. Un viejo barría el piso de arcilla dentro de la cantina. El chico yacía en un charco de sangre con el cráneo reventado, nadie sabía a manos de quién. Alguien se les acercó por el patio. Era el menonita. Soplaba un viento cálido y por el este asomaba una luz gris. Las aves que pasaban la noche entre las parras habían empezado a agitarse y a cantar.
Hay menos alegría en la taberna que en el camino que conduce a ella, dijo el menonita. Se puso en la cabeza el sombrero que sostenía en las manos y giró en redondo y salió por la verja".
28 de mayo:
Hace una semana: salí de la casa y me llamó un amigo, A., aún no eran las 9 a.m., me habló de una campaña de sanidad pública, y que Cormac McCarthy había ganado el premio Pulitzer por su novela "On the road". Una hora más tarde Lobo me llama, hablamos de la campaña de salud pública de A. Me siento bien por haberle recomendado , como si le hubiera dado el número del caballo ganador, a McCarthy. Ahora recuerdo lo desolador que puede llegar a ser McCarthy y me arrepiento de la recomendación.
Hace unos días Lobo me había llamado para que viera la película de "Unos caballos muy lindos" de McCarthy, la pasaban a la media noche y no tuve fuerzas para verla. Estoy muy cansado. Quedé en la semana de llamar a la niña Tornatore y no lo hice. El viernes, gracias a Nahum, terminé en una cena llena de mujeres con abrigos de piel, y algunas llevaban guantes que parecían estar siempre a medio poner, y entre ellas había una ministra, y una senadora, y una que otra madre, y una que otra extranjera, para terminar en la noche encontrándome con el viejo A., en un recorrido macabro. Esta mañana me levanté a las cuatro de la mañana para escribir unos ensayos, terminé muy temprano y fui a buscar el dinero que mantenía dentro de uno de los libros de McCarthy, "Ciudades de la llanura"; no tenía dinero ya y tuve que decidir entre ir a la universidad o ir al trabajo. Me queda lo de comprar medio paquete de cigarrillos. No hubo un lindo amanecer por la lluvia. Hace días que no uso el teléfono de la casa. Voy a abandonar el centro de la ciudad. Hoy iré a ver con una amiga la tumba del señor de Sipán.

martes, mayo 15, 2007

Crónica de Lobo

Me gustaría decir que lo que sigue es un cuento de Lobo, pero debo decir que existe en su calidad de crónica:
5/15/2007
Se estremece el Combeima

Anoche escribía tranquilamente Colombia Gótica en el Cañón del Combeima, donde tengo mi biblioteca. A las diez y media terminé de editar mi escritura, me desconecté de Internet y a las 11 y 11 minutos miré por última vez la hora en el reloj del Ipod antes de dormir (no tengo otro reloj, no es snobismo).

Me acosté contento. Había leído todo el día en tres libros distintos para mi tesis doctoral, había hablado con mi familia a las nueve y había actualizado mi blog desde mi retiro campesino. Aproximadamente a la una y cuarenta minutos me despertó un helicóptero que volaba sobre los cerros que bordean la vereda Pastales. Entre sueños seguí el sonido de lo que me parecía una nave perdida en una de mis pesadillas. Intenté dormir, pero dos ráfagas de fuego aéreo me hicieron saltar de la cama. Miré la hora: una y cincuenta y un minutos. Corrí a la ventana que da al patio y pude ver el fuego de metralla que caía en diagonal desde lo alto del cerro y que se dirigía, oh sorpresa, hacia las veredas Pastales, Pueblo Nuevo y Pico de Oro. No lo podía creer, parecía que la metralla iba dirigida al pueblo, a las casitas de los campesinos humildes de los cerros, a la humanidad entera del cañón.

Este primer ataque me introdujo en una sensación de irrealidad de la que no pude salir hasta ocho horas después, cuando hablé con los campesinos. Mientras los ataques se repetían, yo pensaba que de tanto escribir ficción ahora estaba metido en una especie de guerra de las galaxias o de black hawk down o de CNN desde Bagdad. Esto pensaba, cuando el ataque pasó a más abajo, a la vereda de Llanitos. Cambié de ventana (la casa tiene la misma orientación que el cauce del Combeima: mira hacia Ibagué) y mi asombro fue doble: desde una nube una nave invisible lanzaba hirientes flechas de fuego rojo que se dirigían hacia Llanitos. Miré el reloj: dos y diecisiete minutos. Ya se iba a cumplir una hora de ataques aéreos y yo no entendía lo que estaba pasando. Agucé el oído y escuché un par de tiros, seguro de fusil, pero no en ráfaga, que llegaban desde los cerros. ¡Estaban atacando a los helicópteros!

Seguí sin entender nada. La somnolencia no me permitió entender con claridad que yo habito en Colombia, el país donde se vive en una guerra no declarada, pero guerra al fin y al cabo. A esta hora, al parecer ya eran varios los helicópteros porque el fuego caía sobre un cerro o sobre el otro y las naves giraban invisibles en círculos por encima del río y por encima de las casas de los atemorizados vecinos. Para comprobar que yo no estaba en un sueño, decidí llamar a Ibagué por si el fuego amigo me ocasionaba daños colaterales. No había señal telefónica. No había luz. No se escuchaban los vecinos. Los ruidosos perros estaban en absoluto silencio. Tan aterrados como yo. El pánico me impidió seguir de una ventana a otra para ver la maravilla del fuego aéreo confundirse con el cielo estrellado. Bajé al primer piso y me puse a resguardo debajo de la plancha de cemento. Llamé a mi vecino pero nadie contestó. A las tres y treinta y tres minutos cantó un gallo. A las tres y treinta y siete se repitió la más fuerte descarga sobre Llanitos. A las cuatro cesó un poco el fuego aéreo. A las cinco los helicópteros ya no fustigaban los cerros vecinos, sino que avanzaban hacia el norte. Ellos continuaron el sobrevuelo hasta las seis y treinta de la mañana, cuando el sueño y el cansancio me vencieron.

Me duché a las diez de la mañana, sin saber que otros seres tan indefensos y frágiles como yo no habían podido dormir en toda la noche. Cuando saludé a mis vecinos, por fin la sensación de irrealidad me abandonó. Sufrí un terrible y deprimente golpe de realidad: la guerrilla de las Farc había atacado Llanitos y el pueblo estaba sembrado de destrucción y muerte. Lo que vi no era un mal sueño, era la triste realidad de un país abatido por la insensatez de la devastación, por la ceguera obtusa de los guerreros. Las montañas seguían ahí, trémulas de rocío y henchidas de amanecer, pero mortalmente heridas, fustigadas, pisoteadas envilecidas, convertidas en escenario de muerte.

Recogí mis libros y mis bártulos y abandoné como troyano en derrota lo que consideraba un escenario de paz y un remanso para el pensamiento. ¿Por qué el sinsentido del lenguaje de las metrallas? ¿Por qué la vida humana se convierte en trofeo de guerra? ¿Por qué los sueños de los colombianos continúan teñidos de sangre inocente? ¿A esto llaman seguridad democrática? ¿A esto llaman revolución?

Al despedirme del Combeima unos labriegos me mostraron varios proyectiles hendidos en un cultivo de fríjol. Ellos continuaron su faena y sus hijos la continuarán a través de nuevos soles y nuevas lluvias y bajo el mismo cielo estrellado y arrullados por el mismo río milenario. Cuando pasaba por Llanitos miré el cadáver de un campesino cubierto con una triste manta y solté una miserable lágrima y ante las ruinas del centro de salud pensé: estos hijos de nuestros hijos merecen la paz sobre la tierra.

Nota: una versión de esta entrada la pasé a la prensa. La publicarán? (La foto de la bota es tomada de El Tiempo).

Publicado por Arlovich en 5:35 PM 0 comentarios

Después de leerlo me quedé pensando en los campesinos y en este poema de Bolaño:
ENTRE LAS MOSCAS
Poetas troyanos
ya nada de lo que podía ser vuestro
existe

Ni templos ni jardines
ni poesía

Sois libres
admirables poetas troyanos