Mostrando las entradas con la etiqueta Bohumil Hrabal. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Bohumil Hrabal. Mostrar todas las entradas

lunes, abril 07, 2008

Trenes Rigurosamente Vigilados



Gran película, una delicia. Delicada y alegre hasta las carcajadas, pero también triste, como una flor cayendo en medio de la nieve; delicada como las piezas de relojería de una bomba y precisa como el horario en que ha de llegar uno de esos trenes nazis rigurosamente vigilados.


Es un tanto distinta a la obra original (pese a tener al autor mismo de la novela, Bohumil Hrabal, escribiendo las escenas), pero esto es en parte por los problemas de producción del film en esa época como por la censura (moral y en menor medida política) imperante en la Checoslovaquia de entonces. Hay escenas que debieron resultar imposibles de filmar adecuadamente, como esa maravillosa escena en que el abuelo del joven protagonista Milos, que era un mentalista, se enfrenta él solo con el poder de su mente a las tropas alemanas (que está en el párrafo de la obra que aquí dejo al final); o ese sutil cambio del final de la novela con la ausencia de uno de sus personajes finales, en que relata la humanidad de una guerra, con descripciones como la belleza de un par de oficiales de la SS tan jovenes como el protagonista y con rostro de poetas o llenas de la humanidad de ese diálogo final de la novela que no está en la película; o la dificultad de mostrar la comparación entre la llegada de un tren cargado de judíos con el transporte de animales al matadero, en ese relato de una vaca que parió a su ternero muerto y aún lo llevaba prendido y pudriéndose dentro de sí; o el hecho de que las escenas nocturnas casi que desaparezcan del film.

Hay escenas que pertenecen en forma clara a la literatura y no tienen por qué estar en la película, y en esto acierta su director y el autor al sacrificarlas o no darles un contexto distinto de la acción, como la que acompaña la revisión de un mapa lleno de agujeros por tantos dobleces, agujeros tan grandes como Suiza o agujeros en el mapa en los que ahora se enfrentaban jóvenes dispuestos a morir.

Hay otras escenas que se enfrentaron a la censura oficial por considerarla explícitamente sexuales y son una fantasía plena, equiparable a ese erotismo inocente del protagonista, a la espera del primer beso y la curiosidad de la primera vez. Una escena en particular es famosa en la República Checa, y es la escena en que uno de los personajes, el asistente Hubichka, juega con la telegrafista (interpretada por una mujer muy muy hermosa de nombre Jitka Zelenohorská) en una noche tranquila, y el resultado de ese juego es que la mujer pierde algunas prendas y el asistente la extiende sobre la mesa, y le levanta la falda para ponerle los sellos oficiales de forma delicada:"Pero el asistente Hubichka miraba el cielo azul, y ahora yo también vi en el cielo, recostada de horizonte a horizonte, a Zdenichka, nuestra telegrafista; y vi cómo el asistente le subía tiernamente la falda, y tomaba uno tras otro los timbres de la estación, y con movimientos largos y suaves oprimía cada timbre contra las nalgas de la muchacha..".

Escena que así relata otra página (Radio Praha) su importancia en el cine Checo:

"Cuando vio la escena el director de entonces de la Cinematografía Checoslovaca, Alois Polednák, ordenó categóricamente: "¡Cortar!"El realizador de la película, Jirí Menzel, no estaba dispuesto a sacrificar una escena tan pintoresca y decidió lanzar el contrataque. Antes de ser sometida la película a censura, realizó un preestreno para los vecinos del pueblo de Lodenice, al oeste de Praga, donde se rodó el filme."No les escandaliza? ¿Debemos cortarlo?", preguntó Menzel después de la proyección."¡De ninguna manera! ¡Todo menos eso! ¿Por qué?", exclamaban los espectadores. El cineasta tenía el mejor argumento en la contienda con los censores:¡A los trabajadores les gustaba la película!La escena en que el disoluto subjefe de estación Hrdlicka estampa el timbre sobre las nalgas de la telegrafista Zdenicka le causó un problemilla a Josef Somr, el actor que interpretaba el papel del donjuanesco empleado de ferocarriles. Su padre no le perdonó el haber protagonizado una escena denigrante para el estamento de los ferrocarrileros... En la aldea natal de Josef Somr, Vracov, la mitad de los vecinos eran ferrocarrileros. La mamá del actor no salía de casa por vergüenza".

La película es una joya, una delicia, una delicada bomba de relojería que cae como una flor desde una altura fría a enseñarnos el valor cotidiano y el papel del amor en medio de un conflicto. La novela y la película enseñan eso que tal vez acá hemos perdido: la humanidad.

Fragmento:
"Este año, el año cuarenta y cinco, los alemanes ya no dominan el espacio aéreo de nuestra ciudad. Y menos aún el de toda la región, el del país. Los ataques de la aviación habían desbaratado las comunicaciones de tal manera que los trenes de la mañana pasaban al mediodía, los del mediodía por la tarde y los de la tarde por la noche, así que a veces sucedía que el tren de la tarde llegaba sin un minuto de diferencia, con lo que marcaba el horario, pero eso se debía a que era el tren de pasajeros de la mañana que llevaba cuatro horas de retraso.

Anteayer un caza enemigo ametralló encima de nuestra ciudad a un caza alemán hasta quitarle un ala. Y el fuselaje se incendió y cayó en algún lugar del campo, pero el ala aquella, al soltarse del fuselaje, arrancó varios puñados de tornillos y tuercas, que cayeron sobre la plaza y les abollaron las cabezas a unas cuantas mujeres. Pero aquella ala planeaba sobre nuestra ciudad, los que podían se quedaban mirándola, hasta que el ala, con un movimiento chirriante, se elevó por encima de la misma plaza, donde se juntaron los clientes de los dos restaurantes, y la sombra del ala aquella cruzaba la plaza corriendo hacia un lado y enseguida corría hacia el lado donde había estado un momento antes, porque el ala no dejaba de moverse como un péndulo enorme, que hacía huir a los ciudadanos en dirección contraria al sitio posible de su caída y mientras tanto emitía un ruido cada vez más fuerte y un sonido silbante. Y entonces dio un giro rápido y cayó en el jardín del decano. Y a los cinco minutos los ciudadanos ya se llevaban el metal y las chapas de aquella ala, para que enseguida, al día siguiente, aparecieran como techos de jaulas de conejos o gallineros; un ciudadano cortó esa misma tarde tiras de aquella chapa y por la noche se hizo en la moto unos hermosos protectores para las piernas. Así desapareció no sólo el ala sino también toda la chapa y las piezas del fuselaje del avión del Reich, que cayó en las afueras de la ciudad, sobre los campos nevados. Yo fui en bicicleta a mirarlo, media hora después de que lo derribaran. Y ya me encontré por el camino con los ciudadanos que arrastraban en sus carritos el botín que habían obtenido. Era difícil adivinar para qué les iba a servir. Pero yo seguía en la bicicleta, quería ver aquel aeroplano destrozado, yo no soportaba a la gente que siempre anda buscando algo, ¡qué va, qué voy a andar recogiendo o arrancando piezas, trastos! Y por el camino de nieve pisoteada, que conducía ya a aquella negras ruinas, venía mi padre; llevaba una especie de instrumento musical plateado y sonreía y agitaba aquellas tripas plateadas, una especie de tubitos. Sí, eran tubitos del avión, los tubitos por los que pasaba la gasolina, y hasta la tarde, en casa, no averigüé por qué estaba tan contento papá con aquel botín. Los cortó en trozos del mismo tamaño, les sacó brillo y después puso junto a aquellos sesenta tubitos relucientes su lápiz metálico, al que se sacaba la mina. Mi padre sabía hacer de todo, porque desde los cuarenta y ocho años estaba jubilado. Era maquinista y había conducido locomotoras desde los veinte, así que sus años de servicio valían el doble, pero los ciudadanos se volvían locos de envidia al pensar que mi padre podía vivir aún veinte o treinta años. Y además papá se levantaba aún más temprano que los que iban a trabajar. Por toda la región recogía cualquier cosa, tornillos, herraduras, se llevaba de los depósitos públicos cualquier trasto innecesario y lo almacenaba todo en casa, en el cobertizo y en el desván; una chatarrería parecía nuestra casa. Y cuando alguien decidía prescindir de unos muebles viejos, todo se lo llevaba nuestro padre, así que aunque en casa no éramos más que tres, teníamos cincuenta sillas, siete mesas, nueve canapés y montones de armarios y lavabos y jarras. Y hasta eso era poco para mi padre, salía en bicicleta a recorrer la región y aún más lejos, hurgaba en los depósitos con una barra de hierro y por la noche regresaba con el botín, porque todo podía servir algún día para algo, y servía, porque cuando alguien necesitaba algo que ya no se fabricaba, alguna pieza para el coche o la trituradora o la trilladora y no lo encontraba, venía a nuestra casa, y mi padre se ponía a pensar, la memoria lo conducía a algún sitio del desván o del cobertizo o a los montones que había en el patio, y entonces metía la mano en alguna parte y al cabo de un rato sacaba algún trasto que de verdad servía. Por eso mi papá solía ser el jefe de las campañas de recogida de chatarra, y cuando transportaba aquellos trastos de hierro a la estación, siempre pasaba frente a nuestro portal y dejaba caer parte del producto de aquella campaña de recogida. Y a pesar de so los vecinos eran incapaces de perdonarle. Debía de ser porque nuestro bisabuelo Lukás recibía un doblón al día de renta, y después, cuando llegó la República, en coronas. Mi bisabuelo nació en mil ochocientos treinta y en mil ochocientos cuarenta y ocho era tambor del ejército y como tal luchó en el puente de Carlos, donde los estudiantes les tiraban adoquines a los soldados y le acertaron a mi bisabuelo y lo dejaron inválido para toda la vida. Desde entonces cobraba la renta, un doblón diario, con el que se compraba cada día una botella de ron y un paquete de tabaco; y en lugar de quedarse sentado en casa, fumando y bebiendo, iba cojeando por las calles, por los caminos, pero a donde más le gustaba ir era a los sitios en los que la gente se dejaba la piel trabajando, y ahí se burlaba de aquellos obreros y bebía aquel ron y fumaba aquel tabaco, y por eso todos los años le daban al bisabuelo en algún lugar una paliza tal que el abuelo lo llevaba a casa en carretilla. Pero en cuando el bisabuelo se reponía, volvía a ponerse a preguntar quién lo pasaba mejor, hasta que volvían a darle otra paliza terrible. La caída de Austria le quitó al bisabuelo aquella renta, la que había recibido durante setenta años. Con la pensión que le dieron al llegar la República se acabaron el ron y los paquetes de tabaco. Y a pesar de eso todos los años seguían pegando al bisabuelo Lukás hasta dejarlo inconsciente, porque se seguía jactando de aquellos setenta años durante los cuales había tenido todos los días la botella de ron y el tabaco. Y en mil novecientos treinta y cinco el bisabuelo se fue a jactar delante de unos picapedreros a los que acababan de cerrarles la cantera y le dieron tal paliza que se murió. El doctor dijo que podía haber seguido viviendo tranquilamente otros veinte años. Por eso no había ninguna otra familia que cayese tan mal en la ciudad como la nuestra. Mi abuelo, para que la astilla no fuera tan distinta del palo, del bisabuelo Lukás, era hipnotizador y trabajaba en circos pequeños y toda la ciudad veía en su hipnotismo el deseo de hacer el vago toda la vida. Pero cuando los alemanes cruzaron en marzo nuestra frontera para ocupar todo el país y avanzaron en dirección a Praga, el único que fue hacia ellos fue nuestro abuelo, únicamente nuestro abuelo fue a hacerles frente a los alemanes como hipnotizador, a detener los tanques que avanzaban con la fuerza del pensamiento. Así que el abuelo iba por la carretera con los ojos fijos en el primer tanque, que dirigía la vanguardia de aquellos ejércitos motorizados. Y encima de aquel tanque estaba metido hasta la cintura en la cabina un soldado del Reich, en la cabeza llevaba un birrete negro con la calavera y las tibias cruzadas, y mi abuelo seguía de frente hacia ese tanque y llevaba los brazos estirados y con los ojos les infundía a los alemanes la idea, dad la vuelta y regresad... y de verdad, el primer tanque se detuvo, todo el ejercito se quedó quieto, el abuelo tocó aquel tanque con los dedos y siguió emitiendo la misma idea... dad la vuelta y regresad, dad la vuelta y regresad, dad la vuelta... y después un teniente hizo una señal con un banderín y el tanque se puso en marcha, pero el abuelo no se movió y el tanque lo atropelló, le arrancó la cabeza y ya no hubo nada que le cerrara el camino al ejército del Reich. Y después papá se fue a buscar la cabeza del abuelo. El primer tanque se detuvo antes de llegar a Praga, estaba esperando que llegase una grúa, la cabeza del abuelo había quedado aplastada entre las cadenas y las cadenas estaban tan retorcidas que papá pidió que le dejasen sacar la cabeza del abuelo y enterrarla después con el cuerpo, como corresponde a un cristiano. A partir de entonces, la gente de toda la región solía discutir. Unos gritaban que nuestro abuelo era un loco, los otros, que no del todo, que si todos se hubieran enfrentado con los alemanes como nuestro abuelo, con las armas en la mano, quién sabe cómo hubieran terminado los alemanes.

En aquella época vivíamos fuera de la ciudad, fue más tarde cuando nos trasladamos a la ciudad, y a mí, que estaba acostumbrado a la soledad, cuando llegamos a la ciudad se me estrechó el mundo. Desde entonces sólo cuando salía a las afueras, sólo así respiraba. Y cuando volvía, a medida que las calles y las callejuelas se estrechaban al cruzar el puente, me estrechaba yo también, siempre tenía y tengo y tendré la impresión de que detrás de cada ventana hay por lo menos un par de ojos que me miran. Cuando alguien me hablaba, me sonrojaba, porque tenía la impresión de que a todas las personas les molestaba algo de mí. Hace tres meses me corté las venas de las muñecas, y fue como si no tuviera motivo para hacerlo. Pero yo si tenía motivo y lo conocía y sólo me daba miedo que cualquiera que me mirase fuese a adivinar el motivo. Por eso detrás de cada ventana aquellos ojos. Pero ¿qué puede pensar una persona cuando tiene veintidós años? Yo podía pensar que la gente de nuestra ciudad me miraba porque me había cortado las venas para librarme del trabajo que ellos tenían que hacer en mi lugar, igual que lo habían hecho en lugar de mi bisabuelo Lukás y de mi abuelo Vilém, que era hipnotizador, y de mi papá, que había conducido una locomotora durante un cuarto de siglo sólo para no tener después nada que hacer.

Este año los alemanes ya no dominan el espacio aéreo de nuestra ciudad. Cuando llegué por el sendero hasta el fuselaje del avión, la nieve brillaba en los llanos y en cada cristalillo de nieve era como si hiciese tic-tac una manecilla pequeñísima de segundero, porque la nieve se quebraba bajo el calor del sol y se ponía de todos los colores, y oí que no sólo en cada cristalillo hacían tic-tac las manecillas, sino también en otra parte. El tic-tac de mi reloj se percibía con claridad, pero yo oía otro tic-tac más, y ese tic-tac salía del avión, de aquel montón. Y, en efecto, hacía tic-tac allí el reloj de la cabina, hasta marcaba la hora correcta y yo la comparé con las manecillas de mi reloj. Y después vi que un poco más abajo había un guante iluminado por el sol, y sentí perfectamente que el guante no estaba solo, que dentro de él estaba la mano de un hombre, y que la mano no estaba sola sino en un brazo y el brazo en un cuerpo humano que estaba en algún lugar debajo de aquellos restos. Y con todo el peso del cuerpo me apoyé en el pedal de la bicicleta; por todas partes sonaban las manecillas de los segunderos, empujadas por la luz del sol, y por las vías a lo lejos resoplaba un tren de carga, resoplaba con alegría; era un tren carbonero, volvía de la cuenca de Most, seguro que de ciento cuarenta ejes, y a la mitad del tren se había quedado trabada la zapata de un freno, estaba al rojo y el metal goteaba sobre el riel, pero la locomotora del Reich arrastraba con alegría aquel vagón trabado.

Mañana ya estaré junto a las dos vías de mi estación, en la que todos los trenes que vayan de oeste a este estarán señalados, de acuerdo con el horario, con números impares, y en cambio los trenes que se dirijan de este a oeste, con números pares. Volveré después de tres meses a dirigir el tráfico, volveré a estar en la estación, por la que pasan las dos vías principales, y la vía de paso de oeste a este tiene el número uno y la segunda vía de paso de este a oeste tiene el número dos y después a partir de la vía número uno todas las vías a mano derecha tienen números impares, tres, cinco, siete y eso, y todas las vías a mano derecha de la vía de paso número dos tienen números pares, cuatro, seis, ocho, diez y eso. Claro que eso es para nosotros, para los empleados de los ferrocarriles del Estado, todos estos números, porque desde el punto de vista de un pasajero que está en el andén de la estación, por ejemplo en mi estación, entonces la primera vía es la quinta, la segunda vía es la tercera, la tercera vía es la primera, la cuarta vía es la segunda... Y mañana por la mañana temprano me pondré el uniforme, los pantalones negros y la camisa azul, el abrigo del uniforme con botones de bronce que mamá me limpia con sidol, y después me abrocharé el precioso cuello que lleva tanto en el abrigo como en la capa el mismo distintivo, por el cual cualquier ferroviario reconoce cuál es mi categoría en el servicio. El botón del cuello le indica a cualquiera que tengo la reválida. Y luego la preciosa estrella bordada con hilo dorado pone en conocimiento de todos que soy aspirante a factor. Y además brilla en el cuello el distintivo más hermoso, una rueda alada parecida a un hipopótamo dorado. Y por la mañana saldré cuando aún sea de noche, mamá me estará mirando, estará inmóvil tras la cortina, igual que detrás de todas las ventanas junto a las que pase, detrás de todas habrá gente igual que mi madre, me observarán con un dedo en la cortina y yo seguiré andando hacia el río y allí en el sendero respiraré, como siempre, porque a mi no me gusta ir al trabajo en tren; así junto al río respiro con más libertad, aquí no hay ventanas, ninguna trampa, ninguna aguja clavada desde atrás en la nuca".

miércoles, marzo 12, 2008

Todesfuge

Fotografía de Paul Celan

Anoche me levanté a las 2 a.m. y tenía a mi lado el libro "Doce anillos" del ucraniano Yuri Andrujovich (Acantilado, 2007), que trata sobre un fotógrafo extranjero en su propia tierra, haciendo viajes de Austria a Ucrania, pero me acerqué a mi libreta de apuntes en donde había copiado algunas cosas de Celan. Pensé en el poeta Paul Celan y en su muerte. Celan había estado leyendo una biografía de Hölderlin que dejo abierta sobre su mesa, con un pasaje subrayado: "A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón".

Paul Celan salió a caminar un día de abril de 1970 por esa París que no lo vio nacer, por la Francia que no lo salvó cuando los rusos llegaron y se fueron, cuando los alemanes entraron. Celan había nacido 50 años atrás en lo que hoy podría llamarse Ucrania (región que ha tenido muchos nombres), en la ciudad de Czernowitz, capital en ese entonces de la provincia de Bucovina. Región que luego pasó a ser un anexo de Rumanía, un anexo de la U.R.S.S. en la que toda su población, con una fuerte presencia judía, terminaría luego siendo una ciudad más del protectorado alemán (el espejo del horror y el horror). La Czernowitz para los alemanes, Chernivtsy para los ucranianos, Cernauti para los rumanos y Tchernovtsy para los rusos.

Pensé en Celan escribiendo poemas. Uno de sus poemas, Fuga de muerte, relata en versos que sonarían como una fuga musical todo el horror de un campo de concentración. Pensé en Celan escribiendo poemas en los que cuenta la muerte de su madre, sabiendo que con cada verso que escribía llamaba de nuevo a los asesinos, los convocaba en su memoria y se repetía la escena, el corazón herido de plomo de su madre. Cada vez que escribía sobre ese tema volvían a asesinar en el poema a su madre. En un poema que Celan no quiso publicar en vida, escribía:

Madre, ellos callan.
Madre, ellos soportan
que la infamia me difame.
Madre, nadie
contradice a los asesinos.
Madre, ellos escriben poemas.

Luego imaginé a Celan caminando por la orilla del Sena. Bajando de su casa y acercándose al puente Mirabeau, que queda a poca distancia de la calle en la que vivía. Carlos Ortega, en el prólogo a sus "Obras completas" (Trotta, 1999), abre con un poema de Apollinaire sobre el puente Mirabeau:

Bajo el Pont Mirabeau discurre el Sena
Con mis amores
Por qué me lo recuerda
Primero era el placer después la pena

La noche va trayendo su momento
Van pasando los días yo me quedo

Ortega rastrea de inmediato un verso de Celan sobre el mismo puente Mirabeau sobre el Sena, que se encuentra en el poema "Y con el libro de Tarusa":

Del sillar
del puente, del que
él rebotó
hacia la vida, en vuelo
de heridas, - del puente Mirabeau.
Donde el Oka no fluye. Et quels
amours!

En la ciudad de Tarusa, atravesada por el río Oka, nació la poeta rusa Marina Tsvietáieva en 1892, y un verso de ella abre el poema de Celan. Tsvietáieva era admiradora y le escribía cartas a Maiakovsky, quien se suicidó en un lejano abril de 1930. Tsvietáieva se ahorcó en 1942. El primero de mayo de 1970 es encontrado el cuerpo de Celan ahogado en el Sena. El día de su entierro la ganadora del Nobel Nelly Sachs, su amiga (más que una amiga su hermana y también ella sobreviviente de esa transformación del nacionalismo en el fascismo Nazi), moría en Estocolmo. Un año después el crítico y amigo Peter Szondi, también sobreviviente judío en la Alemania nazi, se suicidaba.

Pensé entonces en ese capítulo oscuro de Primo Levi, en su muerte aún no aclarada entre el descanso y el suicidio. Pensé de nuevo en Celan en el año de 1942, viviendo bajo el comando alemán y en el trabajo que tuvo que realizar para sobrevivir: recoger todos los libros escritos en ruso que hubiera en la ciudad y luego quemarlos. Pensé entonces en uno de los personajes de Bohumil Hrabal en su libro “Una soledad demasiado ruidosa”, un hombre que vive de prensar y destruir libros en Praga. Pensé entonces en Bohumil Hrabal, balanceándose en un quinto piso y su muerte aún no aclarada que apunta hacia el suicidio.

Llevaba dos días sin dormir y luego dormí casi dos días. Estoy ayudando a escribir algo para un magazín del Corriere della sera en donde todo es bonito y bello en esta ciudad. El amanecer de esta mañana fueron para mí las 2 a.m. y no todo era bonito y bello. Al levantarme volví a escuchar los acostumbrados disparos que vienen desde el cerro y pensé en que sobre las mismas avenidas de esa ciudad chic que estoy describiendo pasó una marcha de las víctimas. Una marcha que fue tímida al principio, cargada de miedos y gente sin voz ante el nacionalismo rampante que no le interesa ver otras víctimas, que niegan su derecho a existir como tales. Una marcha tímida al principio que degeneró 6 horas después de su inicio en un conflicto en la Plaza de Bolívar. Amigos de otros países (Argentina, México, Paraguay, Chile, Francia y los nombro para que no piensen que puede haber sesgos en la apreciación) que asistieron a esta marcha (algunos a la anterior) y dieron su visión, su diferencia entre las dos marchas: en una, la que era exclusivamente Contra las Farc, se gritaba una sola consigna y había fuerte presencia de la voz y muchas manifestaciones distintas de esa voz con pocas pancartas y mucha camiseta blanca patrocinada por la empresa privada; la otra marcha, la de las víctimas, era más callada y llena de recursos simbólicos como las pancartas, las fotografías y el arte dramático, y las pocas consignas eran las de las agrupaciones de siempre.

Se ha dicho que la primera victima de un conflicto es la verdad, pero creo que la primera víctima en un conflicto es la palabra, ese verbo del que hablan los cristianos. Una de las víctimas de nuestro conflicto es la palabra de las víctimas del mismo. Hoy escuchamos a sus victimarios por doquier, hablan en medio de aplausos ante el congreso (sólo hay un sitio en internet que al parecer recuerda ese bochornoso acto: esfera pública), los sacerdotes bendicen a los asesinos, interrumpen la transmisión normal de televisión y hablan de manos cercenadas o sacan comunicados en periódicos distantes o en páginas web suizas, encierran en campos de concentración con cadenas o desaparecen inocentes en caballerizas, escriben comunicados y ellos escriben columnas de opinión (1 , 2 ...); son los asesinos, ellos escriben poemas. "Madre, nadie contradice a los asesinos. Madre, ellos escriben poemas".
Fotografía de Falena:

FUGA DE LA MUERTE

Negra leche del alba la bebemos de tarde
la bebemos a mediodía de mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho
Vive un hombre en la casa que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu pelo de oro Margarete
lo escribe y sale de la casa y brillan las estrellas silba a sus mastines
silba a sus judíos hace cavar una fosa en la tierra
nos ordena tocad a danzar

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana a mediodía te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
Vive un hombre en la casa que juega con las serpientes que escribe
que escribe al oscurecer a Alemania tu pelo de oro Margarete
Tu pelo de ceniza Sulamit cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho

Grita hincad los unos más hondo en la tierra los otros cantad y tocad
agarra el hierro del cinto lo blande son sus ojos azules
hincad los unos más hondo las palas los otros seguid tocando a danzar

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía da mañana te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete
tu pelo de ceniza Sulamit juega con las serpientes
Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán
grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire
así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un Maestro Alemán
te bebemos en la tarde y mañana bebemos y bebemos
la muerte es un Maestro Alemán sus ojo es azul
él te alcanza con bala de plomo su blanco eres tú
vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete
azuza sus mastines a nosotros nos regala una fosa en el aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un Maestro Alemán

tus pelo de oro Margarete
tus pelo de ceniza Sulamit

Paul Celan
De "Amapola y memoria" 1952

La traducción es de José Luis Reina Palazón para la edición de Trotta

domingo, agosto 26, 2007

Bohumil Hrabal, Serrano (9) y ratas (3)

Andres Serrano decidió un día tomar una serie de fotografías en el subsuelo de Nueva York. Fue a una estación de metro ocupada en la noche por gente sin hogar. No tituló esta serie como Indigentes o Pordioseros, Gamínes o Desechables, sino que llamó a esta la serie fotográfica de los "Nómadas". Devolvió al subsuelo la dignidad, les devolvío a estas personas la vida que el sistema capitalista (o como quieran llamar a eso que está ahí) les quitó. Una larga vida en las imágenes.


Andres Serrano
Nomads
Lucas
1990
cibachrome, silicone, plexiglas, wood frame
Paula Cooper Gallery

En estas historias del subsuelo de la ciudad (imagino el letrero de Underground en el metro de NY) se pueden encontrar también menciones a las ratas. Las ratas como un ejército parece ser un lugar común, pero detrás de esa imágen se esconde algo más, un espejo de lo que está arriba quizá. El siguiente fragmento es de Bohumil Hrabal, de su libro "Una soledad demasiado ruidosa":

"Mis mejores amigos son los que limpian las cloacas, dos académicos que aprovechan los conocimientos de su trabajo para escribir un libro sobre las cloacas y las alcantarillas de Praga, ellos me han contado que los excrementos que fluyen hacia las depuradoras de Podbaba son diferentes los domingos y los lunes, que cada día laboral tiene su idiosincrasia, y que estudiando la porquería se puede llegar a establecer un gráfico que define el flujo de los excrementos, y según la cantidad de preservativos se puede precisar en qué barrios de Praga la gente es más activa sexualmente y en cuáles lo es menos, pero lo que más me impresionó de todo eso fue el informe académico sobre la guerra entre las ratas cellardas y las ratas de alcantarilla; se ve que se enfrentaron exactamente como hacen los hombres y el combate acabó con la abrumadora victoria de las ratas de alcantarilla, pero éstas se dividieron enseguida en dos clanes, en dos grupos organizados, de modo que ahora en todas las cloacas del subsuelo de Praga se está llevando a cabo una terrible lucha a muerte, una gran guerra entre dos clanes de ratas de alcantarilla que habrá de decidir cuál de ellos tiene derecho a todos los residuos y a todos los excrementos que fluyen por las alcantarillas hacia Podbaba; he aprendido de mis amigos limpiadores de cloacas universitarios que tan pronto como finalice dicha guerra, la potencia victoriosa se volverá a dividir en dos campos, según las leyes de la dialéctica, al igual que se fraccionan los gases y los metales y todo lo que de vivo hay en el mundo, para seguir el movimiento vital por la vía de la lucha y alcanzar la armonía por medio del equilibrio de contrarios; por eso el mundo en su conjunto nunca anda cojo. Entonces comprendí la exactitud de las palabras de Rimbaud a propósito de que la lucha del espíritu es tan terrible como cualquier guerra, comprendí las consecuencias de la dura frase de Cristo "No he venido a traer la paz sino la espada". En esas visitas a los subsuelos, a las cloacas, a las alcantarillas, a las depuradoras, encuentro siempre la calma; ilustrado a pesar de mí mismo, tiemblo y me quedo boquiabierto cuando Hegel me enseña que la única cosa aterradora es lo fosilizado, rígido y moribundo y, en cambio, la única cosa satisfactoria es cuando un individuo o, mejor dicho, toda la sociedad, consiguen rejuvenecerse en la lucha, conquistar su derecho a una nueva vida. Vuelvo a mi cueva por las calles de Praga con los ojos como rayos X y a través del pavimento transparente veo estados mayores de ratas haciendo maniobrar sus regimientos de guerreros, generales que por radio dan órdenes de reforzar el combate en este o aquel frente, ando y bajo mis zapatos castañetean los dientes puntiagudos de las ratas, camino pensando en la melancolía de este mundo que no se acaba de construir jamás, piso albañales y levantó los ojos llenos de lágrimas para ver lo que no había visto nunca, lo que no había reparado nunca: las fachadas, los portales de las casas de pisos y de los edificios públicos ofrecen un espejo a mis sueños, a los anhelos de Hegel y Goethe, reflejan la Grecia que todos llevamos dentro, la belleza helénica, meta y modelo, veo columnatas dóricas con sus triglifos y sus cornisas, frisos y volutas jónicas, capiteles corintios adornados con hojas de acanto, vestíbulos de templos, cariátides, balaustradas griegas incluso en los techos de las casa praguesas entre las que camino, vuelvo a encontrar la Grecia antigua en los barrios periféricos de Praga, en las fachadas de las casas comunes y en las puertas y las ventanas adornadas con mujeres y hombres desnudos y hojas y plantas de una flora exótica. Deambulando, recuerdo que un calderero con educación universitaria me ha contado que Europa oriental no empieza en las puertas de Praga sino allí donde comenzamos a echar en falta las estaciones de tren modernistas de la época del Imperio austro-húngaro, en Galitizia, en el límite extremo de los tímpanos griegos, y me ha dicho que si el espíritu griego pervive aún en Praga, no sólo en las fachadas de las casas sino sobre todo en las mentes de sus habitantes, es gracias a los liceos clásicos que existieron antes de la segunda gran guerra, que nutrieron con Grecia y Roma a millones de cerebros checos. Y mientras en las cloacas de la capital de Bohemia dos clanes de ratas se aniquilan en una guerra aparentemente absurda, en las cuevas trabajan los ángeles caídos, las personas cultas, los vencidos en un combate en el que nunca lucharon, e incluso allí, en esas cavernas, siguen perfeccionando la definición del mundo. Y cuando regreso a mi subterráneo, la bienvenida de mis ratoncitos me hace recordar algo: en el suelo del montacargas hay una tapa que da a las alcantarillas. Bajo y me animo a abrirla para escuchar arrodillado el chapoteo de las aguas, percibo las melodías de los lavabos, la canción de las aguas cubiertas de burbujas de jabón que manan de los lavamanos y de las bañeras, una sinfonía que me recuerda las olas del mar que llegan y se van, pero cuando presto oídos, oigo claramente el alarido de las ratas, el sonido de la carne roída, los aullidos y los gritos de victoria, el chapoteo de los cuerpos que luchan dentro del agua, toda clase de sonidos que provienen de una lejanía indefinible, pero yo ya sé que al abrir la tapa o la reja de cualquier alcantarilla y al bajar al fondo, en todas partes he de oír ese mismo fragor bélico, el último combate de las ratas, la supuesta última guerra que se acaba con grandes aleluyas, la guerra que volverá a iniciarse tan pronto como aparezca un nuevo motivo. Cierro la tapa, enriquecido por un descubrimiento y una vez ante mi prensa pienso en los duros combates de las cloacas, me doy cuenta de que el cielo de las ratas no es humano, en consecuencia yo tampoco soy humano, yo tampoco tengo la posibilidad de ser humano, yo que hace treinta y cinco años que empaqueto papel viejo y de alguna manera me parezco a las ratas, yo que hace treinta y cinco años ..."


Bohumil Hrabal - Una soledad demasiado ruidosa