Podría caer en el lugar común de las heridas abiertas, podría asustarme al pensar que cuando se muera nuestro propio dictadorcito, como murió el asesino chileno, medio país va a celebrar y el otro medio va a llorar. Sólo espero que cuando ese medio país llore recuerde la muy larga fila de 4 kilómetros de ladrillos pintados de blanco con el nombre de un hombre asesinado por los de un lado o secuestrado por el otro o desparecido por 'motivos políticos' por los de acá y torturado por los de allá (
cientos de nombres, víctimas del genocidio, se sucedían unos a otros y la fila empezaba en la Plaza de Bolívar de Bogotá, seguía hasta la calle 72, y daba la vuelta denunciando con su presencia la falsa tierra prometida). Todos tenemos motivos para llorar, y perdonar, y olvidar. Pero cuando veo los resultados de esa larga noche chilena del olvido decido apostarle al recuerdo. No quiero pensar la suerte que tendrá este páis en un futuro cercano. Mientras tanto quiero pensar en el caso chileno y en tanta tinta mojada sobre Pinochet para decir aquí que Creo en una memoria militante. ¡AQUÍ PINOCHET NO ES NADIE Y ALLENDE VIVE TODAVÍA!
Y si quieren ver a un Pinochet, vean al viejo que se quedaba dormido y el horror del intelectual de derechas chileno que no podría volver a dormir tranquilo, como lo narra Roberto Bolaño en su Tormenta de Mierda, título que él hubiera querido para el libro Nocturno de Chile:
"El general Pinochet parecía muy cansado. Vestía, al contrario que en las dos ocasiones anteriores, uniforme militar. Pasó toda la clase derrumbado en un sillón, tomando de vez en cuando notas, sin sacarse las gafas negras. Durante unos minutos creo que se durmió, aferrado firmemente a su lapicero. A la cuarta clase sólo asistieron el general Pinochet y el general Mendoza. Ante mi indecisión el general Pinochet me ordenó que siguiéramos como si los otros dos estuvieran allí, y de manera simbólica así era, pues entre el resto de los asistentes reconocí a un capitán de la Marina y a un general de la Fuerza Aérea. Les hablé de El Capital (llevaba preparado un resumen de tres páginas) y de La guerra civil en Francia. El general Mendoza no hizo ninguna pregunta a lo largo de toda la clase, limitándose a tomar notas. En el escritorio había varios ejemplares de Los conceptos elementales del materialismo histórico y al acabar la clase el general Pinochet les dijo a los asistentes que cogieran uno y se lo llevaran. A mí me guiñó un ojo y se despidió con un apretón de manos. Nunca como entonces me pareció más entrañable. En la quinta clase hablé de Salario, precio y ganancia y volví a tocar el Manifiesto. […]Durante la octava clase volví a hablar de Lenin y estudiamos el ¿Qué hacer?, y luego repasamos el Libro rojo de Mao (que a Pinochet le pareció muy corriente, muy simple), y luego volvimos a hablar de Los conceptos elementales del materialismo histórico, de Marta Harnecker. Durante la novena clase les hice preguntas relacionadas con este último libro. Las respuestas fueron, en general, satisfactorias. La décima clase fue la última. Sólo asistió el general Pinochet. Hablamos de religión, no de política. Al despedirme me dio un obsequio en su nombre y en el de los demás miembros de la Junta. No sé por qué yo había pensado que la despedida iba a ser más emotiva. No lo fue. Fue una despedida en cierto modo fría, correctísima, condicionada por los imperativos de un hombre de Estado. Le pregunté si las clases habían sido de alguna utilidad. Por supuesto, dijo el general. Le pregunté si había estado a la altura de lo que de mí se esperaba. Váyase con la conciencia tranquila, me aseguró, su trabajo ha sido perfecto. El coronel Pérez Larouche me acompañó hasta mi casa. Cuando llegué, a las dos de la mañana, después de atravesar las calles vacías de Santiago, la geometría del toque de queda, no pude dormir ni supe qué hacer. Me puse a dar vueltas por el cuarto mientras una marea creciente de imágenes y de voces se agolpaban en mi cerebro. Diez clases, me decía a mí mismo. En realidad, sólo nueve. Nueve clases. Nueve lecciones. Poca bibliografía. ¿Lo he hecho bien? ¿Aprendieron algo? ¿Enseñé algo? ¿Hice lo que tenía que hacer? ¿Hice lo que debía hacer? ¿Es el marxismo un humanismo? ¿Es una teoría demoníaca? ¿Si les contara a mis amigos escritores lo que había hecho obtendría su aprobación? ¿Algunos manifestarían un rechazo absoluto por lo que había hecho? ¿Algunos comprenderían y perdonarían? ¿Sabe un hombre, siempre, lo que está bien y lo que está mal? En un momento de mis cavilaciones me eché a llorar desconsoladamente, estirado en la cama, echándoles la culpa de mis desgracias (intelectuales) a los señores Odeim y Oido, que fueron los que me introdujeron en esta empresa. Después, sin darme cuenta, me quedé dormido. Esa semana comí con Farewell. No podía aguantar más el peso, o tal vez sería más adecuado decir el movimiento, las oscilaciones a veces pendulares y a veces circulares, de mi conciencia, la bruma fosforescente, pero de una fosforescencia apagada, como de pantano en la hora del ángelus, en que se movía mi lucidez arrastrándome consigo. Así que mientras tomábamos el aperitivo se lo dije. Le conté, pese a las admoniciones de reserva extrema que me había encarecido el coronel Pérez Larouche, mi extraña aventura como profesor de aquellos ilustres y secretos alumnos. (...)".
Roberto Bolaño - Nocturno de Chile (Anagrama, 2000)