lunes, septiembre 08, 2008

Crónicas del mundo - Lobo Antunes

Recuerdo un día de mucha humedad en la Feria del Libro de Bogotá y por tanto una obstinada niebla se negaba a retirarse e impedía el adecuado tránsito entre los pabellones que la conformaban como si fueran los órganos del cuerpo desconectados de la vida. Bajo las puertas de uno de los pabellones, tal vez el corazón o el hígado aislado de la Feria del Libro, se encontraba Lobo Antunes, mucho mayor que el personaje que ocupa el centro de la fotografía tomada en Angola en 1972 que encabeza este post, en aquellos momentos que dieron inicio a tantas de sus novelas en la guerra colonial de Portugal, mientras era médico en el culo del mundo. Su cabello era completemente blanco y coronaba la vida de un cansado cuerpo que ya superaba los 60. Se veía como eso que siempre ha sido, un médico forense de los sentimientos humanos, el psiquiatra de la guerra y el colonialismo, el hombre que no soportaba el ambiente infecto de los hospitales, porque además, ¿quién puede soportar la asepsia de un hospital sin sentirse un poco culpable de una vida propia sin pecados?, porque al recorrer los callejones de un hospital cuando mi madre yacía en él, o mi padre, o en general cualquier ser querido, la asepsia era signifcado de la posibilidad de muerte, como si en la pureza del mundo, la pureza de los patriotas, la pureza de los santos falsos y los ascetas, la pureza de los sacerdotes cristianos, se escondiera la muerte

(el formol me hacía vomitar y el olor de los hospitales que siempre enferma, como si tuviera necesidad de sentir mis propios vicios)

a la que se enfrenta el recuerdo, ante el cual Lobo Antunes se convierte en el escritor que no le gusta escribir sino oir los recuerdos y muere cada vez que escribe un texto para escuchar la eternidad del ser humano.

Ganador hoy del premio Juan Rulfo, Antonio Lobo Antunes se acerca más al Nobel de literatura. Sus textos reproducen el ambiente de los estudios de anatomía renacentista, en que los lectores se convierten en los estudiantes aplicados que toman el escalpelo y capa por capa retiran un velo al alma humana,

(el olor de los hospitales, la oxidación del ácido metílico)

en un proceso que no deja de doler. Al verlo bajo las puertas del pabellón lo seguí a distancia. Lo encontré mirando la cielo hasta que se le acercó una mujer joven con tres de sus libros en las manos, indecisos de estar en ellas o en el suelo, para que los autografiara. Aproveché igual, con la palabra maestro, que para mí significa mucho más de lo que puede expresarse, para hablar unos segundos con él sobre la lluvia de Bogotá que casi nunca se decide a caer y obtener una dedicatoria de uno de sus libros que recién acababa de comprar. Al retirarse, me sentí inundado de la sangre del cuerpo moribundo de la literatura nacional

(el formol me hacía vomitar y el olor de los hospitales que siempre enferma)

y hoy, después de mucho tiempo aún recuerdo dos o tres de sus crónicas para el diario El País de España, crónicas del mundo, una de ellas dirigida para quien va a escribir, otras dirigidas al ser humano (otra palabra que no uso sin tener muy en cuenta todo lo que arrastra su significado), otra dirigida al lector, así que tomo en mis manos el fino bisturí y leo:

FRAGMENTO LITERARIO: LA CRÓNICA

La espuma contra las rocas

António Lobo Antunes 16/12/2006

La mujer dijo

-Creo que estoy embarazada

y se puso a pellizcar el cojín del sofá sin mirar al hombre. Una de las piezas del juego de ajedrez encima de la mesita estaba caída al lado del tablero. Un peón o un alfil, no se distinguía bien, porque los alfiles se parecían a los peones pero más grandes.

El hombre, que no pellizcaba ningún cojín, intentaba poner al peón o al alfil de pie con la fuerza de los ojos. La mujer dijo

-Estoy embarazada

y el peón o el alfil siguieron sin obedecer la orden del hombre. También había un poco de ceniza fuera del cenicero. Era sólo un poco, pero al hombre le parecía inmensa. El par de grabados encima de la chimenea había cambiado de color. Al hombre le pareció extraño que los grabados cambiasen de color. Dejó el peón o el alfil y los grabados volvieron a ser como antes. La mujer dijo

-¿Qué me dices tú?

no pellizcando el cojín, retorciéndolo con la mano. Un cojín de terciopelo, gris. En su primer tiempo de convivencia a ambos les gustaba la casa. Ahora no se fijaban en ella. Una nube

(o una bandada de pájaros)

cruzó la ventana. Ninguno de ellos hizo caso. El hombre se inclinó hacia delante y enderezó la pieza caída. Daba la impresión de que no existía nada más en el mundo, ni siquiera la revista abierta sobre las rodillas. La mujer, que existía aún menos que la revista, dijo

-¿No dices nada?

con algo como un proyecto de lágrima en uno de los párpados, no una lágrima, una agüita vaga vacilando.

El hombre disponía las piezas en orden en el tablero de ajedrez, colocándolas una a una justo en el centro de los cuadrados que no eran negros ni blancos, sino azules y verdes, de mármol, con estrías moradas. El agüita vaga se ensanchó y disminuyó. Si se lo observaba mejor, el grabado de la izquierda necesitaba un empujoncito para quedar paralelo al otro o hacia abajo, en el ángulo inferior derecho, o hacia arriba, en el ángulo superior izquierdo. Cuando la mujer repitió

-¿No dices nada?

el hombre se decidía justamente por el ángulo superior izquierdo sin levantarse del sillón. Le apetecía levantarse del sillón y no se levantaba. Pensó

-Esta noche lo hago

pero no sólo debe de haberlo pensado, debe de haber dicho algo porque la mujer

-¿Hacer qué?

mientras aumentaba el agüita del párpado y el hombre seguía examinando la ceniza ya que le faltaba resolver el problema de la ceniza para que la sala quedase perfecta. El meñique mojado con saliva, por ejemplo, o si no llevarla con mucho cuidado hasta el borde de la mesa, dejarla caer en la palma e inclinar la palma sobre el cenicero. Medía las ventajas del meñique y las ventajas de la palma en el instante en que la mujer lo interrumpió

-El tema no te interesa en absoluto, ¿no?

separando las palabras con un asomo de odio. No odio, decidió el hombre, miedo, más miedo que odio, se le pone siempre esa cara cuando tiene miedo, ¿cuántos años hace que la conozco? Intentó hacer el cálculo y no obstante a veces llegaba a la conclusión de que dos y otras que tres. En verano, de eso se acordaba, a través de unos amigos. También se acordaba del vestido estampado, de la cola de caballo, de su manera de sonreír. Sonreía con toda la cara, con todo el cuerpo. Su lengua, la forma de entrar con su lengua en mi boca dos o tres noches después. Dedos que le desabrochaban la ropa y se atropellaban con los botones, demasiados dedos, demasiada ansiedad, la espalda que temblaba. Esto en el coche frente al mar, un segundo coche a veinte metros, también con los faros apagados, se acordaba igualmente de una voz en su cabeza

-Voy a meterme en un lío

a medida que le soltaba de los hombros los tirantes del vestido estampado. A cada centímetro de piel a la vista el

-Voy a meterme en un lío

más fuerte, y excitándolo la certidumbre de que se iba a meter en un lío. La mujer dijo

-¿Me estás vacilando?

no frente al mar, ahora, frente al mar una especie de susurro

-Deprisa, deprisa

¿y donde hoy en día, explícame, se encuentra tu prisa? ¿Dónde la cola de caballo, dónde la sonrisa, dónde aquella forma de tocarle la nuca y dónde los dedos que jugaban con sus orejas? En lugar de jugar con sus orejas pellizcaban el cojín del sofá. Venas en las piernas que no tenía en aquel entonces, arrugas inesperadas, una mancha en la frente y la mujer

-No me mires la frente, mírame a mí, caramba.

Una mancha en la frente, blanquecina, de crema y tal. Extendió el brazo hacia la mancha y la mujer retrocedió

-Quieres resolver los problemas con caricias, ¿no?

El hombre no quería resolver nada, quería entender la mancha. El largo del pelo de la mujer ya no alcanzaba para una cola de caballo. Si se lo recogiese y lo sujetase con un elástico le quedaría mal. En compensación, ¿cómo le quedaría, en este preciso instante, el vestido estampado? Corolas grandes sobre un fondo amarillo. En el coche, frente al mar, acompasaba sus movimientos con el movimiento de las olas a pesar del

-Deprisa, deprisa

y en esto la espuma contra las rocas creciendo y deshaciéndose, la mujer de perfil en el asiento reclinado y la voz en la cabeza de él, a medida que la espuma se disolvía

-Me he metido en un lío, estoy perdido

o sea no la molicie que sucede al placer, ni paz, ni especie alguna de alegría, un malestar resignado

-Me he metido en un lío, estoy perdido

y las olas que seguían, imperturbables, que las parta un rayo a las olas. La mujer dejó de hablar: demasiada agua en los párpados, la boca sobre las rodillas, lo que parecían sollozos, lo que parecía llanto.

Y entonces, sin querer, el hombre afirmó en voz alta

-Estoy perdido

y derribó con fuerza todas las piezas del ajedrez, iguales a la espuma creciendo y deshaciéndose contra las rocas

CRÓNICA: LA CRÓNICA

Para quien va a escribir

António Lobo Antunes 31/03/2007

El escritor portugués recorre los meandros que llevan a una persona a involucrarse en la creación literaria. Uno de los temas sobre los que ha reflexionado en otras ocasiones, pero cuyas respuestas no lo dejan satisfecho. Es más, a cada pregunta más misterios. Tiene claro que él escribe lo que le gustaría leer. Y en la búsqueda de esas motivaciones aparecen otros interrogantes como ¿quién soy? y ¿por qué razón soy este individuo?

Siempre me he quedado cortado cuando me preguntan la edad: por extraño que parezca, tengo la absoluta certidumbre de que he nacido hoy y lo que veo en las fotografías o en los espejos me intriga: una cara que no se asemeja a la mía, un cuerpo que no es el mío, una sonrisa o una expresión seria que me sorprenden. Lo mismo me pasa con el nombre: vacilo antes de responder: ¿seré yo? ¿No seré yo? António, qué vocativo extraño referido a mí. Y, si me presento, la sensación culpable de estar mintiendo. Las personas más próximas a mí, ¿con quién están hablando? Las veo tan seguras de conocerme que me confunden. ¿Quién, por ejemplo, escribe ahora? Hace un tiempo declaré que era la mano y lo hice con total sinceridad. Sólo que no puedo asegurar que la mano me pertenece. Pero, si no me pertenece a mí, ¿a qué persona le pertenece? Usa materiales que me resultan familiares, mejor dicho algunos de ellos, cada vez menos, y todo lo demás ignoro de dónde viene. Palabras que me susurran o la mano, que va trayendo ecos que llegan y se imponen, frases venidas quién sabe de qué lugar cercano o lejano. Después todo se ordena y estructura de acuerdo con una secuencia en la que, ahí sí, intervengo. Ahí sí soy yo el que trabaja con el magma de las primeras versiones, cortando, cortando. Parto hacia un libro sólo con la decisión de completarlo y casi sin ningún elemento. Es esa decisión la que convoca las voces, los sonidos, la estructura. Un libro es un acto de voluntad. Lo hago porque estoy resuelto a hacerlo. Porque lo que leo de los demás muy raramente me satisface, cada vez menos me satisface. Siendo totalmente sincero, no me satisface. De manera que redacto lo que me gustaría leer. El problema es que no leo, es decir, no estoy fuera y por tanto no leo. Me limito a fabricar, y eso no es leer. A intentar acercarme a lo que imagino todas las veces que sean necesarias hasta que las páginas se tornen lo que pretendo. No es, no sé cómo decirlo, no es un trabajo de inocencia

(de qué un trabajo de inocencia)

sino un trabajo de taller. Me meto entero dentro de la cosa, removiendo en ella. Me despierto con ella, me acuesto con ella, me paso todo el día con ella, ella y yo

(es difícil expresar esto)

somos el mismo organismo, no uno parte del otro, el mismo organismo. Y si de tiempo en tiempo, en las crónicas, me refiero a esto, es con la intención de aclararme a mí mismo y a las personas a quienes les interesa lo que les doy. Al principio de la carrera de médico deseé, por mi cuenta o con Daniel Sampaio, comprender las razones de la creación. Publiqué un primer texto sobre Antero de Quental a los veintiuno o veintidós años. Luego Bocage. Después de la carrera Ângelo de Lima, D. Duarte (con Daniel), Lewis Carroll (también con Daniel), varios autores. Si lo pienso dos veces, creo que no llegué a entender nada sobre ellos ni sobre mí, que era lo que realmente pretendía.

El misterio del acto de crear permanece intacto. Recorrí la prosa de personas que buscaban también comprender, y el misterio del acto de crear permanece intacto. No creo que ningún individuo lo aclare. Y me resigno a duras penas a ese hecho. Cuando una obra es buena se vuelve impermeable a cualquier tipo de abordaje. Sus mecanismos están ocultos. Podemos comprobar los resultados pero nunca alcanzamos las raíces. Ni el tronco. Las hojas sí, a veces, ¿y qué interesan las hojas?

¿Qué hace que haya personas que producen esto? ¿Qué ha sucedido en su vida o qué demonios tienen en el alma para producir esto? ¿Y cuál es el motivo de que esto se convierta en el único elemento importante de sus vidas hasta revelarse, en apariencia, como unos monstruos de egoísmo? Camus

(detesto las citas, no haré ninguna más)

hablaba del egoísmo necesario a la creación y, sin embargo, pensándolo mejor, no me parece que egoísmo sea el término apropiado. Es un estado que se adueña del poseído sin que el poseído se dé cuenta. Me sucede con frecuencia reunirme para cenar con mis hermanos. Es curioso: ceno con ellos y no ceno con ellos, converso y no converso, formo y no formo parte de la familia y, no obstante, siento que estoy muy apegado a ellos. Soy uno de ellos y soy un extraño. Y, sin embargo, si les sucediese algo grave, sufriría como un perro. Y la pregunta regresa, obsesiva

-¿Quién soy?

Y tras esa pregunta borbotones de preguntas igualmente obsesivas

-¿Por qué razón soy este individuo?

-¿Por qué me siento diferente?

o la gran pregunta, que desde que me encontré no ha dejado de perturbarme

-¿Por qué yo?

No es un destino especialmente agradable, no es frecuente asociarlo al placer y, no obstante, ¿qué me ha hecho ser de este barro? He acabado un libro hace poco. Aún no tengo fuerzas para pasarme horas y horas, todos los momentos de la semana, a las vueltas con uno nuevo. Pero dentro de dos o tres meses estaré iniciando el próximo y los inicios de los libros son terribles. Un montón de versiones para las primeras páginas

(-Aún no es lo que yo quiero, aún no es lo que yo quiero)

hasta que la mano coja el tranquillo. Me hace recordar el agua que se derrama en las tablas del suelo, despacio, eligiendo el camino. La primera mitad lleva el triple de tiempo de la segunda mitad, cuando ya va sobre rieles y las palabras casi avanzan solas. Las semanas antes de comenzar y el final son agradables

(sobre todo las semanas antes de comenzar son agradables)

pero el arranque es un trajín lleno de desánimos, de falta de confianza, de miedo, la duda

-¿Me habré agotado?

la sospecha

-Tal vez ya no queda nada la interrogación

-¿Qué hago yo sin esto?

y un pavor

(no exagero)

y un pavor inquieto. Es así desde el principio y será así hasta el final. Ya debería estar habituado a estos sentimientos, pero no lo estoy. Lo curioso es que, aunque me lamente, y me lamento, no me cambiaría por nadie. No me imagino, me resultaría imposible imaginarme viviendo de manera diferente. No cambiaré nunca. Dura desde los siete u ocho años, dura por cierto desde que nací. ¿El bloqueo del artista? No creo en eso: los bloqueos, que son constantes, se solucionan topetando contra el papel, aunque no se obtengan resultados, hasta que los resultados lleguen. Acaban llegando, es una cuestión de porfía y de paciencia. Pido perdón, en lugar de las anécdotas que suelo contar en las crónicas, tan diferentes de los libros en que no hay anécdotas, por haberos agobiado con este discurso. Es que, de tiempo en tiempo, viene la necesidad de recapitular. Y una conversación de este tipo tal vez puede serle útil a quien ha nacido con el mismo sino: en ciertos aspectos, los escritores son monótonamente iguales. Y los que han nacido con el mismo sino comprenderán que no están solos: anda por ahí, la mayor parte de las veces quién sabe dónde, una criatura con las perplejidades, los entusiasmos y las desesperaciones que les pertenecen. Y alivia compartir este hado. Los cancerosos se consuelan entre sí. No sirve para nada, claro, pero da la ilusión de servir y es bueno vivir acompañado. Después cada uno muere en su rincón y ha dejado de tener importancia la muerte, porque algo vivo ha quedado, una especie de lucecita que no se apaga jamás.

Traducción de Mario Merlino.


CRÓNICA: LA CRÓNICA

La mejor es la única buena

António Lobo Antunes 22/07/2006


Pensándolo bien, no soy un escritor, porque lo que hago no es escribir, es oír más intensamente. Me siento y espero hasta que las voces comiencen. Andan a mi alrededor, más fuertes, más tenues, más distantes, más próximas, hablando sin sonido y no obstante diciendo, diciendo.

El problema es elegir cuál de ellas es la verdadera, porque todas las demás mienten. A veces lleva semanas, lleva meses entenderla. Casi nunca se trata de la más nítida. Casi nunca, no: nunca se trata de la más nítida, ni de la más seductora, ni de la más inteligente. En general se apaga, recomienza, vuelve a apagarse, se distrae de mí y yo de ella, intento encontrarla entre las restantes, no lo consigo, lo consigo, no lo consigo, recomienzo, la descubro a lo lejos, creo descubrir

-Es ésta

me desilusiono

-No es ésta

pues lo que cuenta no tiene sentido y no obstante existe algo en el sinsentido que me persigue, la atraigo hacia mí o me empujo hacia ella, no la atraigo hacia mí, me empujo hacia ella, comienzo a probarla despacito, una palabra dispersa, una segunda palabra al azar, una frase entera, las voces que quedan se empeñan en desviarme

-¿Qué interés hay en eso?

-¿A qué te lleva ese discurso?

-Estás equivocado

me entregan personajes, episodios, historias y yo no quiero saber nada de personajes, episodios, historias, eso es para quien hace novelas y yo me cago en las novelas, quiero un hilo que me conduzca al centro de la vida y traer a la superficie todo lo que existe ahí dentro, quiero el corazón del mundo, no quiero entretener a los que las compran, no quiero divertirlos, no quiero divertirme, quiero lo que reside en el interior de lo interior, donde están las personas y nosotros con ellas, transformar en letras lo que no tiene letra alguna, quiero seguir un pasito leve en un corredor que no sé dónde queda, no exactamente un pasito, el eco de un pasito que ha de volverse pasito si continúo con él, que ha de ganar carne y ojos y llevarme consigo, quiero respirar con él, quiero que nos quedemos juntos, quiero que el pasito sea mi pasito y el corredor mi corredor, que la carne y los ojos se conviertan en mi carne y en mis ojos, quiero ese libro que aún no ha comenzado, pero que a fuerza de obstinación y orgullo y paciencia se volverá mío, sin escribirlos, claro, ya no caigo en esa trampa, dejándolo salir como el agua que se derrama y encuentra su curso en las junturas de las tablas del suelo y no es mi libro, dado que no me pertenece ningún libro con mi nombre, los libros deberían llevar el nombre del lector, no del autor, en la cubierta, es el lector quien le da sentido a medida que lee, es al lector a quien le pertenece la voz, y no sólo la voz, la carne y los ojos y el corredor y el paso, y el lector está solo y es inmenso, el lector contiene en sí el mundo entero desde el principio del mundo, y su pasado y su presente y su futuro, y se escucha a sí mismo y siente el peso de cada víscera, de cada célula, de cada íntimo rumor, el lector no para de crecer y ya no necesita ni el libro ni a mí, y al acabar el libro comienza, y al guardar el libro en el estante el libro continúa y el lector continúa con él, cada célula se divide en millares de células y el lector es muchos, y el lector deja de leer porque no está leyendo, aunque piense que está leyendo no está leyendo nada en absoluto, tiene todas las edades al mismo tiempo y todos los tiempos de su vida aunque el libro esté cerrado en algún rincón de la casa y el lector no lo necesite para continuar con él y ahora me vienen a la cabeza las semillitas sin peso que en el verano de cuando éramos pequeños entraban volando por la ventana, volvían a salir, desaparecían y, aun desaparecidas, seguían con nosotros llevando de la mano recuerdos y esperanzas y alguien que cantaba

(¿qué mujer?)

junto al lavadero una melodía

(a veces ni una melodía siquiera: dos o tres notas solamente)

que son las únicas que oiremos cuando caiga la noche y las sombras que nos rodean piensen

(más que pensar: tengan la certidumbre, ellas y el médico y el señor de los ataúdes)

de que no oímos nada.


CRÓNICA: LA CRÓNICA

Crónica con buganvillas

António Lobo Antunes 18/08/2007

El escritor portugués dice no asociar el placer con la escritura de libros, pero lo cierto es que no hay ninguna otra cosa que prefiera más en el mundo. Hubo un tiempo que sufría por no ser capaz de crear. Descubrió el verdadero dolor de la impotencia. Se refugió en los casinos. Un nuevo mundo. Conoció las estrategias secretas de mujeres y hombres para seguir jugando. Tanta porquería a la vista. Y el arte de escribir volvió.

Las buganvillas en flor a lo largo del muro. A menudo, no importa qué esté haciendo o en qué ande pensando, me vienen las buganvillas en flor, azules y moradas, a lo largo del muro, el viejo y oscuro muro de mi infancia, entre la travesía y el callejón. Tanta sombra, siempre, por debajo de la buganvilla: e insectos diminutos, lagartijas, amenazas. Recuerdos así: mi bisabuela, aturdida, desataba un pañuelo de bolsillo y desparramaba un montón de joyas en la mesa. Me quitaba los caramelos y se los comía ella con esa boca elástica de los viejos, la expresión de Popeye que tienen todos: sólo les faltan los bíceps y la pipa. Me olvidaba del ancla tatuada: les falta también el ancla tatuada, claro. Antes del desatino, mi bisabuela se metía en el tren, a escondidas, para ir a jugar a la ruleta en el casino. De Benfica a Estoril quietecita, con miedo a que la reconociesen. Antes de comenzar a escribir Memoria de elefante, me pasé un año entero jugando todas las noches en el casino. No a la ruleta

(nunca me gustó la ruleta)

sino a la banca francesa. Al cabo de un mes ya conocía a muchas personas con el mismo vicio. Y a las mujeres que se prostituían sólo para tener dinero y poder seguir jugando. Llegaba a las once y salía a las tres de la mañana, cuando se cerraban las puertas. En muchas ocasiones me iba con alguna de esas mujeres: vivía en un apartamento pequeñito, por encima del mar. He descrito buena parte de esto en la novela. He descrito también el apartamento. Las pasé moradas para dejar el casino. Supongo que sufría un poco: de soledad, de no ser capaz de crear. Tenía dos hijas. No tenía nada salvo mi esterilidad en cuanto artista. No cogía el papel, no cogía la pluma, la cabeza se me había vaciado. La guerra, al lado de esta miseria, había sido el Paraíso para mí. Es la primera vez que hablo del dolor de la impotencia, e imagino lo que será el martirio de los hombres que fracasan en la cama. Y, no obstante, si me diesen a elegir, preferiría eso a la imposibilidad de la escritura. Sigo prefiriendo eso

(y todo lo demás)

a la imposibilidad de la escritura. ¿Por qué? No merece la pena preguntar por qué. Es así. Y será así hasta el final.

Las buganvillas en flor a lo largo del muro, azules y moradas a lo largo del muro. Qué destino del demonio es este que hace que un hombre

(que hace que yo)

mate incluso, si fuere necesario, para proteger un hado que no da ni goce ni alegría. Hacer libros es una tarea que no asocio al placer. Y, no obstante, ¿qué otra cosa me interesa de verdad? Además me ha vuelto humilde, es decir, me ha dado un orgullo humilde. Quería ser el mejor. Soy el mejor. ¿Y? ¿Qué he ganado con eso? Más miedo a escribir, más humildad todavía. Hola, buganvillas en flor a lo largo del muro.

En la sala de juego, me acordaba de mi bisabuela: ¿cuál era su mesa? ¿Ésta, aquélla? ¿Vendería cosas, como tantos hacen, para comprar fichas? En los casinos, y eso es algo que siempre me ha perturbado, nadie sonreía. Expresiones indiferentes. Personas, que se notaba que eran pobres, apostando unos dinerillos menudos; personas, que no sospechaba que fuesen ricas, lanzando al paño, con desdén, en una sola jugada, más que todo mi sueldo. Los crupiés lo recogían, imperturbables. Señoras elegantes en el bar que cruzaban las piernas, con el comienzo del liguero al aire, fumando con una expresión absorta. Echaban nubes blancas por la nariz. Homosexuales a la deriva como los perros en las playas desiertas, intentando descubrir un olor que los guiase. Inspectores de esmoquin con un paso lento de flamencos. Y yo un año entero

(buganvillas, buganvillas)

en esto. En momentos de suerte, las señoras elegantes me convocaban con la boquilla, poniendo el liguero un poco más a la vista, y yo me metía la mano en el bolsillo para disimular el entusiasmo. Vistas de cerca no eran tan jóvenes, y al dejar el whisky sus bocas eran amargas. Pero era bueno que me susurrasen amabilidades al oído, que acababan con una puntita de lengua que me estremecía. Uñas que buscaban los espacios entre los botones de mi camisa. Rodillas contra mis caderas. Salían con abrigos de piel, frioleras, caminando, como Cristo sobre las aguas, sobre sus tacones de aguja. Durante días y más días mi coche

(un pobre coche siempre sucio)

olía a perfume, y ahí están las buganvillas en flor a lo largo del muro, el viejo y oscuro muro de mi infancia, entre la travesía y el callejón. Tanta sombra e insectos diminutos, lagartijas, amenazas. Una mañana de vacaciones, una serpiente: no una serpiente grande, es evidente, una de esas pequeñas, inofensivas. La aplasté con una piedra, la ensarté en una caña, fui a asustar a mi madre con aquello:

-Quita esa porquería de mi vista.

Dios mío, la cantidad de porquerías que debería haber quitado de la vista. ¿Estaré aún a tiempo de comenzar ahora?

Traducción de Mario Merlino

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